Descubrí la obra de Mario Vargas Llosa (1936–2025) durante mi etapa de bachillerato, en el ya desaparecido colegio guapareño "Juan Pablo I", como tantos otros jóvenes que recorren el sistema educativo siguiendo el cauce tradicional. Casi a empujones, como quien es llevado por un tubo, obligado a leer por deber más que por deseo. Y, sin embargo, entre tantos nombres y páginas, Vargas Llosa se me hizo cercano, amable a mis ojos adolescentes. Recuerdo haberme topado primero con “Pantaleón y las visitadoras”; no comprendí del todo ese juego sutil entre la burocracia y el deseo, pero intuí su fuerza, y eso bastó para agradarme.
Tiempo después, por voluntad propia, me sumergí en “La tía Julia y el escribidor”. Al ser autorreferencial, sentí que lo conocía más profundamente, que me hablaba desde la experiencia, con humor y honestidad. Luego apareció “El hablador” en mi camino, y lo leí con sosiego, como quien escucha un relato antiguo que, de algún modo, resuena con sus propias raíces. Por cierto, fue este libro el que me acompañó durante la primera gira del Grupo Latinoamericano de la UC. Y finalmente, fue entonces cuando descubrí al otro Vargas Llosa: el pensador crítico, el político apasionado, el escritor valiente que no teme incomodar cuando mi país empezó a demostrar al mundo su camino equivocado. Desde entonces, su voz forma parte de las muchas que han moldeado mi forma de mirar el mundo.
Como es de conocimiento general, Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura en 2010, fue una de las figuras más relevantes de la literatura hispanoamericana. Con una obra que abarca desde la política hasta la pasión amorosa, desde la memoria hasta la imaginación, Vargas Llosa ha moldeado el paisaje literario del siglo XX y XXI. Aunque su fama proviene de la narrativa, su relación con la música, aunque menos comentada, revela una faceta sensible, compleja y profundamente humana de su personalidad.
Desde sus primeras novelas, como “La ciudad y los perros” o “Conversación en La Catedral”, se aprecia una prosa rítmica y fluida, cargada de musicalidad en el uso del lenguaje. Si bien Vargas Llosa nunca escribió sobre música como tema central, sus obras están impregnadas de un tempo narrativo que recuerda, digamos, a una sinfonía: con movimientos intensos, pausas reflexivas y una orquestación precisa de personajes y tramas.
Vargas Llosa ha declarado en diversas entrevistas que no puede escribir mientras escucha música. Para él, el lenguaje musical interfiere con el lenguaje literario. Sin embargo, fue un amante declarado de la música clásica, en especial de compositores como Bach, Mozart y Beethoven, cuyos nombres ha mencionado como acompañantes emocionales en su vida personal, más que en su proceso creativo.
La ópera ocupó un lugar especial en su universo musical. Vargas Llosa fue un ferviente espectador de ópera durante décadas y asistió con frecuencia a representaciones en los grandes teatros de Europa, como el Teatro Real de Madrid, La Scala de Milán o la Ópera de París. La intensidad dramática de este género, la fusión entre música, teatro y poesía, lo fascinó profundamente.
Esta fascinación lo llevó incluso a incursionar en el mundo de la ópera como libretista. En 2015 escribió el libreto de “Bel Canto”, una ópera basada en la novela homónima de Ann Patchett, una historia sobre el poder redentor de la música en medio de un secuestro en Latinoamérica. La ópera fue estrenada en Chicago con gran éxito, demostrando que el escritor peruano podía también moldear el lenguaje musical desde la palabra.
Vargas Llosa también escribió una adaptación escénica de “Los cuentos de la peste”, basada en “El Decamerón” de Boccaccio, donde incorporó elementos musicales. En este montaje, él mismo actuó junto a un elenco profesional, lo que revela su interés no solo por la narrativa, sino también por la puesta en escena, en la que la música jugó un rol expresivo.
Como cronista y ensayista, también ha reflexionado sobre la música como fenómeno cultural. En varios artículos, ha defendido el papel de la música clásica como patrimonio de la humanidad, denunciando su marginación frente a una industria del entretenimiento que privilegia lo efímero sobre lo profundo. Su vínculo con la música no estuvo exento de controversia. En una ocasión, durante un discurso, criticó la banalización de las letras en ciertos géneros populares contemporáneos, lo que generó una discusión pública sobre los límites del arte y el entretenimiento.
A pesar de su preferencia por la música clásica, Vargas Llosa también reconoció el valor poético del bolero, la riqueza rítmica del jazz y la intensidad del tango. Su visión de la música fue la de un verdadero humanista: un arte que eleva, conmueve, transforma. En más de una ocasión comparó la experiencia de leer una buena novela con la de escuchar una gran sinfonía: ambas requieren entrega, sensibilidad y atención.
Así, aunque no fue ni hizo de la música el eje de su obra, Mario Vargas Llosa mantuvo con ella una relación profunda, de afinidad espiritual. La música, como la literatura, le sirvió para comprender mejor el mundo y la condición humana. Entre palabras y sonidos, encontró siempre un eco de belleza, conflicto y redención.
Como un humilde tributo póstumo a este gran escritor, orgullo de América, los invito a escuchar el Danzón No. 2 de Arturo Márquez, interpretado por la Orquesta de París bajo la batuta de la talentosa directora mexicana Alondra de la Parra. En sus notas, como en las páginas de Mario Vargas Llosa, resuenan el mestizaje y la identidad latinoamericana, la sensualidad del ritmo, la tensión de la narrativa, la crítica sutil, la elegancia de la forma y, sobre todo, la libertad creativa que une culturas y conmueve almas. https://www.youtube.com/watch?v=pjZPHW0qVvo