Mi piano Fernando, mi amigo

Mi piano, Fernando, es más viejo que yo. Llegó a la familia Correa Feo a finales de los años 50, cuando aún vivía en Caracas

El pasado 29 de marzo fue el Día Internacional del Piano, pues es el día 88 del año, la cantidad de notas de un piano estándar. Y por descuido, dejé pasar la fecha y escribo este artículo a destiempo. Permítanme esta “octavita” de celebración pianística.

Mi piano, Fernando, es más viejo que yo. Llegó a la familia Correa Feo a finales de los años 50, cuando aún vivía en Caracas. En sus primeros años, fueron mi mamá y mi hermana Anamaría, estando chiquita, quienes lo tocaban con frecuencia. Con el tiempo, la familia se trasladó a Valencia en los años 60, y Fernando hizo el viaje con ellos. Hoy, después de tantas historias y melodías compartidas, aún permanece allí, como testigo de generaciones.

Desde que tengo memoria, Fernando el piano ha sido mucho más que un simple instrumento en mi vida; ha sido mi aliado, mi amigo y, en muchos momentos, mi terapeuta. No era solo un mueble con teclas blancas y negras, sino un confidente al que llamé “Fernando”, como si al nombrarlo pudiera darle un alma propia. Cuando tenía unos 7 u 8 años, mi mamá me llevaba a clases particulares de piano en casa de una señora en el centro de Valencia. No recuerdo su nombre pues fueron muy pocas las clases que recibí de ella ya que a los meses ingresé formalmente en la Escuela de Música “Sebastián Echeverría Lozano”. Recuerdo que, en la primera clase con esta profesora cuyo nombre se me escapa, me preguntó que cómo se llamaba mi piano. Le dije que era marca Eavestaff, pero ella me interrumpió insistiendo: “Ok, pero ¿cómo se llama?”. No entendí la pregunta. Entonces, parte de la tarea consistía en “averiguar” el nombre del piano. ¿Cómo? No lo sabía, pero tenía que hacerlo. Para ese entonces, el libro que usábamos era “Escuela Preparatoria de Piano” del compositor alemán Ferdinand Beyer. Por eso supe que el piano se llamaba “Fernando”.

Fernando, reitero, no solo era un piano. Era el fortín de mis soldaditos, la pista de carrera de mis carritos Matchbox, el escondite de mis muñecos, la mesa de experimentos para mis inventos infantiles, el escritorio para mis tareas escolares y la guarida perfecta en los juegos de espías. Definitivamente era mi amigo.

A los 17 años, me mudé a Caracas a estudiar música. Y los fines de semana iba a Valencia huyendo del ruido capitalino, de las prisas y del caos. En medio de ese torbellino, el piano siempre fue mi escape. Después de una semana difícil, sentarme frente a Fernando y tocar algunas notas me ayudaba a recuperar la calma. Aprendí que el sonido de un piano puede ser tan reconfortante como una conversación con un viejo amigo, siempre dispuesto a escuchar sin juzgar.

A lo largo de casi cuarenta años enseñando piano, he descubierto que su poder sanador no es algo que solo haya experimentado personalmente, sino que también lo he visto reflejado en mis estudiantes, tanto niños como adultos. Para muchos, el piano se convierte en un refugio, un espacio seguro donde pueden ser ellos mismos. En la adolescencia, una etapa llena de desafíos y emociones intensas, la música ofrece un canal de expresión invaluable. Aprender a tocar el piano no solo desarrolla habilidades musicales, sino que también fortalece la capacidad de gestionar emociones y afrontar las dificultades con mayor resiliencia.

El piano también enseña disciplina y paciencia, dos valores esenciales en cualquier aspecto de la vida. Recuerdo que, al enfrentar una pieza difícil, había momentos en los que sentía que nunca la dominaría. Sin embargo, con práctica, paciencia y una combinación de táctica y estrategia, cada compás se volvía más familiar, y cada error, una lección valiosa. Para un niño, superar este tipo de retos no solo refuerza su confianza, sino que le enseña que el esfuerzo siempre trae recompensa, una lección que se extiende a su vida personal, familiar y, más adelante, profesional.

Más allá de lo individual, el piano también crea conexiones. En casa, Fernando fue tocado por muchos artistas a lo largo de los años. Poco después de su llegada a la familia, en el pequeño apartamento que mis padres compraron en La California, en Caracas, vivió una de sus primeras anécdotas memorables. Una noche, el pianista Rafael “El Loco” Mercado se sentó ante sus teclas y, sin previo aviso, ofreció un recital improvisado. Su interpretación resonó en la madrugada, dejando atónitos a los vecinos, que no esperaban semejante espectáculo a esas horas.

Cuando me mudé a Prebo, tuve que dejarlo en la tasca de nuestra casa en Guaparo, y ahí Fernando sonó en las manos, por ejemplo, del pianista español Felipe Campuzano, de la compositora cubana Beatriz Corona, de Alberto Joya, de Isabel Palacios, de Leonardo Panigada, de César Orozco -decenas de veces-, entre muchos otros grandes músicos y, por supuesto, de casi todos los pianistas valencianos. Muchas fueron las fiestas que Fernando alegró con su enérgico sonido; en reuniones familiares o encuentros con amigos, Fernando era el centro de atención, al unir a personas a través de la música.

En Venezuela, donde las tradiciones musicales son tan ricas, el piano también permite conectar con la identidad cultural. Hice sonar en él, a la música de Estévez, Roffé, Castellanos, Moleiro, Sojo, a valses y merengues venezolanos del siglo XIX y, de “guataca”, cientos de canciones. Como compositor, con Fernando descubrí mi propia música, mi identidad musical.

Ahora, que me encuentro de nuevo en mi faceta docente de piano a principiantes, invito a mis alumnos más chiquitos a ponerle un nombre a su instrumento. Y de esa manera, mis estudiantes encuentran un nuevo amigo, de confianza, pero a quien hay que cuidar y respetar, no abandonar. La presencia e interacción con un amigo, no aburre, no es una obligación. Sé -y me gusta- que mis alumnos no siempre siguen las partituras al pie de la letra; a veces, improvisan, exploran sonidos y juegan con nuevas armonías, con su amigo. Para los niños, esta libertad creativa es esencial, porque les permite desarrollar su imaginación sin miedo a equivocarse.

La función terapéutica del piano es innegable, y su impacto en la vida de un niño puede ser transformador. En muchos casos, ayuda a manejar el estrés, la ansiedad y hasta dificultades de comunicación. No es raro que se use en terapias para niños con autismo o TDAH, pues su estructura rítmica y repetitiva favorece la concentración y la interacción.

Pero más allá de la ciencia y los estudios, lo que más valoro del piano es la relación personal que cada uno desarrolla con él. Para mí, y me perdonan la reiteración, Fernando nunca fue solo un objeto; fue un compañero de vida. Me enseñó que la música puede ser un abrigo, una guía y una terapia natural.

En mi opinión y compartida por muchos, la mejor pianista: Martha Argerich, quien nos regala su versión de la Partita N° 2 (BWV 826) de Johann Sebastian Bach. ¡Feliz Día Internacional del Piano!

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Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente la posición de El Carabobeño sobre el tema en cuestión.

Mi piano Fernando, mi amigo

Juan Pablo Correa