Soy de Tinaquillo. No nací aquí, pero mis padres me trajeron dos semanas después de haber llegado al mundo. Mi infancia y adolescencia transcurrieron en estas calles y, en resumen, me siento tan tinaquillero como si me hubieran dado a luz debajo del Arco de Taguanes.
Más allá de los desencuentros que tuve en algún momento con mi propio origen, he visto durante años este manso quehacer pueblerino que tanta fascinación me provoca como periodista y como aficionado a la literatura, y que, ante un peligro de extinción inminente, promete llevarse consigo el último resquicio de cultura literaria en el municipio.
El Tinaquillo de hoy está marcado por una ruptura; la visión de la vida apacible de sus ciudadanos, con el caminar pausado bajo el sol y los dejos de cordialidad llanera, choca directamente contra nuevos hábitos provenientes del entorno tecnológico o contra lo peor de ellos, que parece ser lo único que llega a estas tierras.
En general, las personas olvidaron cualquier forma de civismo; manejan a contravía en bicicleta, se apropian de las calles con toldos y sacan cornetas para atraer —o aturdir, mejor dicho— a potenciales compradores. En fin, reinan las motocicletas, el reggaetón y una extraña añoranza por la estética individual asociada al mundo urbano. Una tiktocracia en toda regla, cuyo poder ha ido incrementando con el paso del tiempo.
Una de las grandes víctimas de estas nuevas formas de vivir, que amenazan a las anteriores —con sus virtudes y defectos— son los libros. Para los tinaquilleros es más fácil conseguir un dron, en la zona más comercial del casco central, que un ejemplar de Don Quijote de la Mancha. De hecho, a lo largo de mis escasos 25 años de vida solo recuerdo un valiente intento por abrir una librería de segunda mano, que no duró más de unos cuantos meses.
No, los tinaquilleros no leen, al igual que no lo hace la mayoría de los venezolanos; por eso no hay sitios dedicados a ello, es un mercado muerto. Y, por supuesto, este problema está emparentado con aquel anarquismo moderno, que campa a sus anchas en una sociedad que desconoce el pensamiento racional y el análisis crítico. La gente no parece interesada en las visiones y explicaciones complejas de la vida que se encuentran en la literatura, sino en el último chisme viral que salió el día anterior en las plataformas digitales. De eso alimentan el espíritu, y eso es suficiente para ellos. Por supuesto que cualquiera con dos dedos de frente encontraría la situación alarmante.
La realidad es que las redes sociales no son malas por sí mismas, pero nutrirse únicamente de ellas sí lo es. Lo peor del caso es que los jóvenes del pueblo cuentan con solamente uno o dos lugares en los que pueden adquirir algún que otro libro de no mucho interés, en su mayoría de autoayuda.
Estamos solos, a la deriva, en un mundo que avanza cada día a pasos agigantados, sin importarle nuestro aislamiento intelectual.
Y si esto no se puede resolver, que al menos sirva de aprendizaje: la realidad de una ciudad y de sus habitantes se mide a través de la cantidad de librerías prósperas que hay en sus calles.