El oficio de la escritura es de lo más ingratos del mundo en cuanto a merecimientos se refiere; eso lo sabemos todos los que le tenemos un profundo afecto al mundo de las letras.
Plantearse el sueño de ser autor es como correr descalzo en un jardín donde, de repente, el sendero se bifurca y se abren dos caminos nuevos; dos posibilidades. La primera es la de publicar textos para el público, soñar con vender millones de ejemplares y crear una comunidad multitudinaria de fanáticos. En ese caso, las temáticas, ambientaciones, personajes y calidad de la obra serían variaciones intrascendentes, porque lo importante es llenar los estantes con libros de consumo rápido y fácil.
La segunda opción, en cambio, parece no llevar a ninguna parte. Consiste en aprender a escribir, a secas. No promete dinero, fama ni vanidad. Luego de cada publicación no habrá un séquito haciendo fila para conseguir un autógrafo. Las ovaciones se convertirán en simple satisfacción interna y el reconocimiento de algunos apreciados lectores será el único combustible que alimente un viaje que durará toda la vida.
Ambos casos suelen ser utópicos, porque engendrar un texto que valga la pena es un primer paso irrealizable para la mayoría de nosotros, al menos en los intentos iniciales. Luego, si se llega a perseverar, hace falta siempre una pizca de suerte y, como escuché alguna vez, “que las obsesiones del escritor coincidan con las obsesiones de la sociedad” —sepan perdonar mi mala memoria para recordar al autor de la frase.
Estoy convencido, sin embargo, de que el camino correcto siempre es el segundo. Si alguien entra al oficio literario pensando en hacerse millonario, lo mejor es que pruebe suerte en el mundo de las criptomonedas o las inversiones en bolsa. Aquí hay que ser grave y tajante: la escritura es un arte y no puede estar al servicio del dinero, sino de su propia calidad. Por ello, entre los hombres y las mujeres de letras existe cierto rechazo hacia quienes diluyen su obra en agua para hacerla digerible a todos los públicos y así vender más.
Todas estas afirmaciones llevan a una verdad cruel: ser escritor —de los buenos— muchas veces conlleva más sufrimientos y sacrificios que satisfacciones. Hay que leer durante horas, mucho más de lo que se teclea inicialmente, y pasar una vida entera intentando mejorar hasta conseguir al menos un texto de calidad. Y luego, nada está garantizado… ¿cuántas grandes obras no se habrán perdido en la historia porque el destino o la suerte no quisieron darles la relevancia que merecían?
Por ello, profeso mi más profunda admiración a quienes escogen este camino, el del arte. ¿Es idealista? Ciertamente, pero al mismo tiempo conlleva algo mucho más profundo, algo que no se mide en números ni en bestsellers publicados: la satisfacción de haber hecho lo que se debía.
Y, con un par de jornadas de retraso, les digo a los autores que desempeñan su labor en esta distopía que llamamos país: Feliz Día del Escritor Venezolano. Deseo que la vida sepa premiar su esfuerzo y dedicación, y que todos puedan desarrollar la obra que tanto anhelan. No hay mayor recompensa que esa.