Las autoridades sanitarias de todo el mundo han implementado en los últimos años medidas para "proteger" a los consumidores. Aquellos productos considerados dañinos deben llevar una etiqueta que advierta a las personas de sus componentes y posibles efectos adversos en la salud: "Exceso de sodio", "exceso de azúcar", etc.
A veces uno tiene la sensación de que las editoriales deberían implementar este tipo de medidas también. Los que imprimen y distribuyen libros no son tontos; saben cuáles textos valen la pena y cuáles son vacíos, llenos de palabras insulsas que el lector espera encontrar.
Y es que puede parecer una pregunta trivial, ¿pero cualquier cosa escrita, diagramada e impresa es un libro? Eso es lo que hemos asumido en los últimos años como colectivo, especialmente en Latinoamérica. Llenamos los estantes con títulos pomposos y promesas falsas, que además se venden como pan caliente. Quizás si un alemán de los años sesenta viajara hasta nuestros días, pensaría en un futuro prometedor para la literatura al ver tanto movimiento, pero sin entender qué dicen las portadas en realidad.
Vuelvo a plantearme la pregunta: ¿es válido que aquellos textos que mencionaba al principio, de esos que deberían llevar etiquetas advirtiendo sus efectos nocivos, entren en la misma categoría que "Ficciones" de Borges, por ejemplo?
Nos encanta decirnos a nosotros mismos —y sobre todo a los demás— que leemos libros. Aunque pienso que deberíamos trazar una frontera al respecto, no para excluir a los lectores incautos, sino para advertirles sobre aquello que están consumiendo. Sería bueno comenzar a hablar de "libros" y "obras literarias" como dos conceptos que pueden entenderse de forma independiente: toda obra literaria es un libro, pero no todo libro es una obra literaria.
Tampoco quiero decir que solo podemos admirar a Borges o a Cervantes. Hay literatura contemporánea buena, incluso aquella que no tiene mayores pretensiones artísticas. No obstante, en la intención hay una gran diferencia: ningún escritor real dedicará su talento a enseñarles a los lectores a ser millonarios o a encontrar el éxito.
En fin, no tengo respuestas definitivas. Lo que sí tengo es el anhelo de que nuestros autores reales sean más respetados y que los falsos gurús ocupen el puesto que merecen. Sinceramente, los papeles están invertidos.