Esta semana tuve la oportunidad de leer un libro inédito; un amigo me pidió ser una especie de “lector beta” para un proyecto en el que ha estado trabajando. Más allá de las impresiones que me generó el texto, hay algo que me pareció particularmente valioso: la novela estaba ambientada en Tinaco.
Este es un pequeño pueblo de mi natal Cojedes, ubicado entre San Carlos y Tinaquillo, los centros urbanos más grandes de la entidad. Sin embargo, en Tinaco, al igual que en todo el estado, no hay nada que despierte gran curiosidad en el resto del mundo.
Es un pueblo modesto, de pocas calles y una ciudadanía tan golpeada como el resto del país. La pobreza y la desigualdad están presentes, por desgracia. Este panorama no suele llamar mucho la atención de escritores de corrientes “modernas”, que sueñan con paisajes grandiosos y ciudades resplandecientes.
No obstante, tiene sentido el enfoque de mi amigo escritor si se toma en cuenta que es un hombre adulto con suficientes lecturas de calidad encima. A día de hoy, las personas más jóvenes —de mi generación, por ejemplo— escriben manuscritos enteros ambientados en Seúl, Nueva York, Tokio o París; ciudades que probablemente no conocen, calles que nunca han pisado y sabores que jamás han probado.
Lo nuestro parece no tener valor, quizás porque nuestro día a día no es comercializable. Las publicidades de perfumes se graban con rascacielos de fondo, bajo la promesa silenciosa de un estilo de vida regido por la vanidad, que en realidad nunca se va a alcanzar.
Por supuesto, esto no es una crítica a la literatura seria actual, que efectivamente aborda los problemas de nuestra tierra, sino un llamado de atención a aquellos que se inician en este mundo, para que sigan el ejemplo de mi amigo, para que entiendan que nuestras historias pueden generar un interés enorme, no por su potencial publicitario, sino por su dimensión humana.
Además, relatar parajes lejanos y ajenos —que en este caso viene a ser lo mismo— supone un problema técnico: las descripciones siempre van a sentirse incompletas, confusas o inverosímiles, por la lógica desorientación que provoca darles vida a personajes en sitios que ni ellos ni el autor conocen.
Siempre es bueno recordar que incluso aquellos escritores que tenían raíces europeas, como Alejo Carpentier o Julio Cortázar, nutrieron sus libros con el torrente de vida —con su belleza y crueldad, equiparables en intensidad— que siempre ha sido Latinoamérica.