Y se acabó el año 2024 con muchas esperanzas. En mi casa, siempre celebramos más la llegada del Niño Jesús que la del nuevo año, pero en realidad, ambas fechas son importantes porque se complementan con el amor familiar y el de esos amigos de toda la vida que también son familia.
Pero antes de la llegada del año nuevo, están los santos inocentes. Mi papá lo celebraba a unos niveles altísimos, con bromas muy pesadas, al punto que la víspera, me disponía a llenar mi cuarto de carteles que sólo decían “DÍA DE LOS INOCENTES”, para no caer cuando mi papá viniera a despertarme con una falsa mala noticia. Mi mamá lo regañaba, pero él lo disfrutaba tanto. Su familia siempre recordaba cuando, muy joven, llamó a su inocente mamá telefónicamente, haciéndose pasar por el locutor de una conocida cadena radial y le dijo “señora, si me contesta las siguientes preguntas, se ganará cinco lavadoras y ochenta cajas de jabón”. Mi inocente abuela contestó todas las preguntas y todo fue tan bonito, que mi papá no le confesó que había sido una broma. Cuando fue a su casa, mi abuela ya había repartido tanto las lavadoras como las cajas de jabón. Y el desencanto fue grande cuando nunca llegaron los premios. Ahí mi papá le dijo “mamá, caíste por inocente”. Gracias a Dios mi abuela se rio y no lo castigó.
El “tío Panchito” (Francisco González Guinán), contó en sus “Tradiciones de mi pueblo”, que, en 1868, se formó una compañía teatral de aficionados dirigidos por Mariano Revenga y Aurelio Alcázar, y entre los jóvenes actores se encontraba él. El objetivo era recolectar dinero para la beneficencia pública. Hicieron dieciséis representaciones en el único teatro que había en Valencia en ese momento, el de Martínez y Guzmán. Uno de los actores era José Antonio Arvelo, hijo del político y poeta Rafael Arvelo, pero José Antonio también era escritor y la obra que presentaban, el 28 de diciembre, era de su autoría, “El castigo de una coqueta”. En plena representación, el escenario bamboleó y uno de los actores gritó: “se nos cae la casa Camila”, entonces José Antonio Arvelo aprovechó para salir al escenario y, mientras bajaba el telón, le dijo al público que la representación no podía continuar, agregando posteriormente, que el público había caído por inocente.
En poco tiempo, el escenario se llenó de policías y arrestaron a los actores. Cuando salían los aficionados, cumpliendo lo dispuesto por el presidente del estado, Isidro Espinoza, que se encontraba parado a las puertas del teatro, este les dijo: “quedan ustedes en libertad y también cayeron por inocentes”.
Con respecto al 31 de diciembre, nosotros nunca hemos sido de los que acogen nuevas costumbres, como salir y entrar de la casa con maletas para viajar ese año, ponerse ropa interior amarilla, comer lentejas o las doce uvas, ni solíamos escuchar el poema de Andrés Eloy Blanco “Las uvas del tiempo”. Preferimos darnos el tradicional abrazo y que no quede nadie por fuera.
Cuando nos tocó pasar el primer treinta y uno de diciembre en Madrid, el año 1970, nos impresionó que era una fecha festiva pero no familiar. Mucha gente se iba (y lo sigue haciendo hoy en día), a la Puerta del Sol, a esperar que el reloj que marca las horas de España, llegue a las doce. Es un acto televisado y la plaza se llena de gente que, en su mayoría está disfrazada y que grita, grita muchísimo, emocionada, porque a las doce “se va el año viejo”. De hecho, para ellos es “Noche Vieja”. Quizás es que somos más optimistas los americanos que lo llamamos “Año Nuevo”. Muchos tienen las doce uvas en la mano, porque esa tradición de comer una uva por cada campanada es española y, después de haber vivido algunas navidades allá, entendí el sentido del poema de Andrés Eloy y hoy en día me encanta. “Aquí es de la tradición que, en esta noche, cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega, todos los hombres coman, al compás de las horas, las doce uvas de la Noche Vieja. Pero aquí no se abrazan ni gritan: ¡FELIZ AÑO!, como en los pueblos de mi tierra…”
Recuerdo que, con tristeza, por estar lejos de nuestra tierra, paseábamos por una de las calles del centro madrileño y mi papá nos hablaba de los Reyes Magos y lo importantes que eran para los españoles, cuando de pronto escuchamos: “yo no como mango verde”. No lo podíamos creer, no era una canción navideña, pero era venezolana… “porque me pica la boca”… y el sonido nos llevó a la tienda de música. Para ese 24, habíamos vivido algo similar. Llegamos a una tienda porque escuchamos en rumba flamenca: “Fuego al cañón, fuego al cañón, para que respeten nuestra diversión”. El disco decía “Aguinaldo caraqueño” y cantaba “Dolores Vargas, La Terremoto”, dos aguinaldos. La emoción fue tal, que compramos muchos otros discos, aunque no teníamos tocadiscos y esa noche el “Niño Jesús” llegó a la casa adelantado. Me regalaron el tocadiscos y pudimos escuchar todos esos discos, eso sí, le aclaramos al vendedor que era “nuestro parrandón” y no “diversión”.
Mis tías abuelas nos habían mandado un regalo para Navidad que llegó el 26. Eran hojas de hallaca, unos plátanos verdes (que llegaron maduros), harina de maíz y unos triquitraques para mi hermanito. Ese 31 no puedo decir que fue triste, aunque yo lo veía así, fue distinto en comparación a todos los que había pasado en mi vida. Esa noche, cuando yo creí ser la única triste, Miguel Ángel se fue a la ventana de la cocina, que daba a las otras ventanas de cocinas de los apartamentos vecinos y comenzó a tirar uno a uno los triquitraques, con lágrimas en sus ojos, recordando los cohetes, tumbarranchos, silbadores, saltapericos y demás petardos prohibidos en mi tierra, y que yo tanto detesto, pero que eran parte obligada de nuestra Navidad. Cuando comenzaron a escucharse gritos de abajo hacia arriba como: “gamberro, tu padre, callaros ya, gilipollas”, a mi hermanito se le quitó milagrosamente la depresión y se le iluminó el rostro, había hecho una travesura que de seguro traería un regaño de don Floreán, el conserje, pero que bien había valido la pena.
Y hoy en día, cuando gracias a la lejanía de los nuestros, como resultado de esa emigración forzosa que se ha dado en la mayoría de los hogares venezolanos, nuestra fiesta de Año Nuevo es una reunión íntima y telefónica, vuelve a ser protagonista el poema de Andrés Eloy: “… cómo son ácidas las uvas de la ausencia”. Sin embargo, el venezolano es optimista, alegre, positivo, así que espero que hayan pasado unas felices fiestas, en físico o por videollamadas y digo como el poeta: ¡Feliz Año señores!
Anamaría Correa
“Aguinaldo Caraqueño” en rumba flamenca:
https://youtu.be/b9Q13snQTRY?si=fv
ysYiZWkVJOFtit