En los años sesenta, recién mudados a la urbanización Guaparo, mis papás inscribieron a mi hermanito Miguel Ángel en el Colegio Cristo Rey. Era un colegio pequeñito que quedaba en la Avenida 102 de la misma urbanización, situado en la parte de atrás de la residencia del mismo nombre, a la que se ingresaba por la 101 o avenida de Los Colegios. Después de dos años, lo pasaron al colegio La Salle y solo íbamos a la residencia, a las misas dominicales. Con el tiempo supimos que al Colegio Cristo Rey lo habían mudado de ahí para una casa en El Viñedo.
Cuando nacieron mis hijos, el sueño de mi marido era que estudiaran en su amado colegio y ahí inscribimos a César, el mayor, para que cursara desde primer grado. Prefiero no nombrarlo porque la maestra que le tocó y yo no nos llevamos bien y puedo resultar injusta con esa noble institución. Desde el primer día, me dijo que “el niño” (jamás lo llamó por su nombre), no iba a pasar a segundo grado porque o era bruto o muy distraído, el caso es que parecían fastidiarle las clases y me recomendó que lo llevara a un psicólogo. Le hice caso y la psicóloga lo encontró muy despierto e inteligente, agregando que, tal vez se distraía porque estaba muy avanzado para esas clases. Decidí cambiarlo de colegio, pero estábamos en diciembre, ya llevaba tres meses de escolaridad y a esas alturas, no iba a encontrar institución alguna que lo aceptara.
Lucía Montanari, mi comadre, me recomendó que hablara con la madre Consuelo del Colegio Cristo Rey. Cabe destacar que la madre Consuelo le había dado empleo a Lucía como profesora de música porque, desde que fue “descubierta” por Wilfredo Moreno y le hacía coros a Ilan Chester, el colegio donde daba clases decidió que era mejor que no siguiera trabajando ahí.
Un día de ese diciembre, fui con Lucía a cantar en una misa de Hogares CREA y, casualmente, allí estaba la madre Consuelo. Era una andaluza, nacida en Córdoba, España, de donde provienen las personas más simpáticas de nuestra madre patria. Al verla, recordé que era una de las “monjitas” de la residencia Cristo Rey de Guaparo, donde estaban las madres Adelina y Felicidad. Sin embargo, desde hacía un tiempo, Consuelo había dejado su vida de monja para continuar con el colegio, que ya no era parte de la residencia.
La madre Consuelo escuchó atentamente mi desahogo, aunque yo realmente no esperaba que me ayudara, solo quería expresar lo mal que me sentía con la situación. Me abrazó y me dijo: “Lleva a César en enero al colegio, allá te espero. Anda, olvida lo que te ha pasado con esa maestra y no te preocupes”. Y en enero, mi hijo comenzó un primer grado muy diferente.
Su nombre real era Ana María Fernández, y cuando ingresó al convento de las Hijas de Cristo Rey, se convirtió en la madre Consuelo. Al inicio, cuando la residencia Cristo Rey se estableció en Valencia, enfrentaron dificultades económicas debido a la falta de residentes. Desde España, recibieron la recomendación de abrir un colegio para asegurar la sostenibilidad de la residencia. Estas hermanas, dedicadas a la educación, ya tenían un colegio en Maracay en lugar de una residencia.
Con el tiempo, la residencia logró sostenerse por sí misma y se les indicó que debían cerrar el colegio. Sin embargo, la madre Consuelo, con una profunda vocación educativa, decidió dejar la congregación para continuar con el colegio. Con el apoyo de los padres, trasladaron el Colegio Cristo Rey a la urbanización El Viñedo. Ahí, ella se convirtió en la madre Ana María, porque, aunque ya no era monja, seguía siendo una figura maternal para todos, llena de un espíritu caritativo increíble y con mucho amor para dar.
Hoy ya la institución tiene sede propia al final de las cuatro avenidas y goza de muy buena reputación. Mis tres hijos, mis tres sobrinos Correa, mi ahijada Oriana Ramos, que una de mis sobrinas por el lado de mi esposo y la Nenu Briceño, mi nieta putativa, se graduaron ahí y la madre Ana María, sigue siendo el apoyo, el pilar de todos.
Como ya mencioné en otro artículo, el pasado catorce de diciembre, tuve el honor de ser jurado en la novena edición del Festival Intercolegial de Gaitas y Artes (FIGA), un evento que celebra la rica tradición de la gaita, patrimonio nacional. Participaron catorce colegios, cada uno trayendo su talento y pasión por la gaita. Consciente de la gran responsabilidad que implica este rol, reitero que me sentí muy honrada. Entre esos catorce colegios, participó el Colegio Cristo Rey. No pude disimular las lágrimas cuando al final de la presentación, llamaron a la madre Ana María para que los acompañara con la última canción, el himno del colegio, compuesto por mi comadre, Lucía Montanari, en gaita.
Ser jurado no solo implica evaluar el desempeño musical, sino también ser justo y objetivo, sin dejarse influenciar por relaciones personales o prejuicios. Esta vez no fue diferente. Evalué cada presentación con el mismo rigor y dedicación, centrada exclusivamente en la calidad musical, la creatividad y la entrega de cada grupo. No niego que la calidad de los catorce colegios fue alta, de hecho, las puntuaciones finales resultaron muy cercanas.
Supe, por cierto, que algunos de los participantes que no obtuvieron los primeros lugares expresaron su descontento, sugiriendo que mis decisiones estuvieron influenciadas por mi amistad con personal del colegio ganador del primer lugar, el Colegio Juan XXIII. De ser así, si me hubiera dejado llevar por mi amistad con algún colegio participante, el colegio Cristo Rey hubiera estado de primero en mis puntuaciones. Mi compromiso con la integridad y la transparencia es absoluto. Entiendo que los resultados pueden causar decepción a los que pierden, pero la excelencia musical y el mérito siempre serán mi guía al tomar decisiones como jurado. La responsabilidad de ser jurado va más allá de otorgar un premio. Se trata de reconocer y valorar el esfuerzo, el talento y la dedicación de todos los participantes, fomentando un espíritu de competencia sana y respeto mutuo.
Y a mi querida madre Ana María la felicito de corazón, por todo el amor que regala a cántaros, por sus valores, su integridad, sus ideas maravillosas en el momento de castigar a alguien, por esas perennes ganas de ayudar a todo el mundo. Dios te bendiga madre Ana María a ti y al colegio Cristo Rey.