No se pueden amansar ratas sobándoles el lomo. Al menos, no tengo noticia de que alguien lo haya logrado de ese modo ni de ningún otro. Solamente eliminándolas puede uno librarse del riesgo de contraer leptospirosis, peste bubónica, o cualquiera otra de las tantas enfermedades de las cuales estas alimañas son portadoras. Estos roedores no entienden de cariños y amapuches. Tampoco puede combatirse a los tiranos lanzándoles flores o sobándoles las espaldas, y mucho menos guindándose de sus partes púbicas.
En 1959 comenzaron Fidel Castro y sus secuaces la destrucción metódica y calculada de Cuba. Un argentino, diplomado de médico en su país y que tal vez nunca ejerció esa profesión, fue presidente del Banco Nacional de Cuba, firmó los billetes con su apodo y, desconocedor del tema, acabó con la economía del país insular. Las expropiaciones y los paredones hicieron huir a una gran parte de la población; se hicieron famosos los que en rudimentarias e inseguras balsas se aventuraron a hacer la travesía de más de cien millas náuticas entre el puerto de Mariel y Key West en Florida. Fueron llamados “los marielitos”, y muchos fueron alimento de los tiburones que en la zona pululan.
En 2000 comenzaron Hugo Chávez y sus secuaces la destrucción metódica y calculada de Venezuela. Las expropiaciones y las destituciones a pitazo limpio de eficientes y capacitados gerentes de las empresas públicas básicas como la petrolera, la siderúrgica y la eléctrica por ineptos “socialistas del siglo XXI”, han obligado a los venezolanos a emigrar en busca de un futuro decente para sus hijos.
Esta semblanza de hechos paralelos, si bien distantes en el tiempo, sabidos por todos, viene a cuento porque una vez mantuve una oficina en un edificio de El Viñedo, de esos construidos en una zona de viviendas, como lo era esa urbanización, gracias al poder del bolívar de entonces. En la planta baja había una farmacia, regentada por una familia de cubanos exiliados. Era la época de la efervescencia marchista, cuando los venezolanos creíamos que, desfilando por las calles, o cerrándolas con barricadas (guarimbas, las llamaban) iban a obligar a los envalentonados “revolucionarios” a dejarse de bravatas y arbitrariedades, si no a renunciar a sus cargos, vista su incapacidad, que ya tomaba visos de falta de cordura, por decir lo menos.
En una oportunidad, la matrona de esa familia cubana, con fisonomía como para hacer de “Hada Madrina Buena” en una película de Disney, me dijo: “¡Yo los felicito a ustedes, los venezolanos, pues están haciendo lo que nosotros no hicimos!”
Se refería, por supuesto, a las manifestaciones callejeras. Lo que no sabía nuestra “Hada Madrina” era que tales manifestaciones eran inútiles: ocurrían bajo la mirada impasible y permisiva de los detentadores del poder, sabedores, como lo eran, de que “eso no tumba gobierno”.
Se llegaba al ridículo. Por ejemplo, una vez oí decir a un activista de un partido: “Hasta aquí podemos llegar, más allá no tenemos permiso.” Un permiso otorgado por, precisamente, contra quien se protestaba. ¿Hay que pedirle permiso a alguien cuya autoridad no se reconoce? Y en otra oportunidad: “Hay que desviarse, más allá están los chavistas.” Uy.
Así no se tumba gobierno, por ilegítimo que sea. Y mucho menos siguiéndole el juego, sabiendo que seguirá haciendo trampas, como aceptar participar en unos comicios cuando se sabe que estarán controlados por un régimen que ya ha probado que no está dispuesto a ceder “ni por las buenas ni por las malas”.