Sobreprecio, comisión, peaje, mordida

Algunos tienen en su haber la realización de obras en beneficio de sus mandantes, pero siempre detrás de ellas hay una motivación oculta

Me toca hoy cerrar el capítulo de “la Valencia que pudo haber sido y no fue”, con un comentario que puede pisar algunos callos, pero que no pretende generalizar ni señalar a nadie con el dedo. Allá cada uno con su conciencia. Durante los largos años de ejercicio profesional me ha tocado conocer a muchos funcionarios públicos, la mayoría honestos y con una conciencia muy clara sobre su compromiso con la sociedad a la cual sirven.

No se trata de desempolvar viejos oficios que aprobaron proyectos indebidos. Se trata de buscar una explicación a tantos desmanes que se han visto en el desarrollo de nuestra una vez ilusionada ciudad, que se imaginaba un futuro brillante, lleno de actividad industrial y comercial, donde cabrían gentes venidas desde todos los confines del planeta, en busca de un futuro mejor para sí y los suyos.

Y, ciertamente, hubo quienes lo lograron. La mayoría, con su trabajo honesto y productivo; pero otros no tan santamente, supeditando ese compromiso con la sociedad a su propio beneficio, estirando los significados de los textos regulatorios hasta hacer caber en ellos densidades de población, porcentajes de construcción o buscándoles la vuelta para hacer caber en ellos lo que está expresamente prohibido.

 

Así se construyeron hoteles, clínicas y consultorios disfrazados de “centros de investigación”, o edificios de oficinas, en zonas residenciales. Hubo, quien, a poco de ser nombrado funcionario de alto nivel, además de ser propietario de inmuebles, esparcidos por la ciudad, que le producían jugosos ingresos adicionales, conducía sin rubor un sofisticado y lujoso Audi, o quien, recién incorporado a su alto cargo, ya era propietario de una cómoda y espaciosa quinta, en la más exclusiva urbanización del oeste de la ciudad. Otro cobraba jugosas comisiones por adjudicar contratos, obligando a los beneficiarios a firmar letras de cambio por la suma convenida, para así asegurarse de su cobro después de que su jefe se enteró de la irregularidad, si se puede llamar así a algo que ocurría con regularidad.

La corrupción administrativa no era, para entonces, nada nuevo en Venezuela, como no lo es en ninguna parte del mundo, y tampoco es nueva la impunidad: numerosos exfuncionarios públicos, desde presidentes destituidos hasta gerentes de empresas del estado, han disfrutado de exilios dorados, a pesar de la existencia de organismos de control internacionales, como Interpol o el Tribunal Internacional de Justicia. Alguno ha pagado cárcel para luego salir a disfrutar el resto de su cómoda vida en una mansión de Madrid, otro lo ha hecho en su lujoso apartamento de Sutton Place, Manhattan y de su villa en Santo Domingo. Y en todos los demás países suramericanos abundan muestras.

En esa amplia gama, algunos tienen en su haber la realización de obras en beneficio de sus mandantes, pero siempre detrás de ellas hay una motivación oculta, como lo es el beneficio propio con la figura del sobreprecio, la comisión, el peaje o la mordida; no importa como se la quiera llamar.

Lo que importa es que la ciudadanía se siente defraudada, perdida la confianza que tenía en una clase política que ha dejado de lado su compromiso con ella, y se ha volcado a optar por un aventurado e improvisado vendedor de ilusiones falsas, incapaz de gerenciar un país.

 

Y ya no se trata de la Valencia que pudo haber sido y no fue; se trata de, de una vez, provocar el sacudón que nos deslastre del lodo que nos cubre, y nos devuelva la ilusión de la Venezuela que puede

ser y no es...

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Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente la posición de El Carabobeño sobre el tema en cuestión.

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Sobreprecio, comisión, peaje, mordida

Peter Albers

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