Los habitantes de la Valencia Cuatricentenaria, víctimas de la euforia industrialista y del crecimiento vertiginoso de su área urbana, nos vimos afectados por un misterioso virus que se nos alojó en algún recóndito rincón del cerebro: nos dio por demoler edificios históricos y emblemáticos. La mandarria inclemente, en aras del progreso, derribó antiguos muros de adobe y tapia, venerables techos de caña amarga y tejas, arrancó baldosas de arcilla o de mosaico que pisaron próceres de nuestra Independencia y miembros de rancias familias, y también soldados y presidiarios, maestros y educandos.
En algún momento de la séptima década del siglo pasado fue demolido el Cuartel, que luego fue cárcel, ubicado detrás del Teatro Municipal, esquina de Carabobo con Libertad, donde hoy está la Biblioteca Manuel Feo La Cruz, proyecto del arquitecto Carlos Castillo Sagarzazu. Todavía recuerdo, pues nuestra oficina estaba en el Edificio Tacarigua, adyacente a la Cárcel, la fuerte voz del cocinero, sus ollas “cuarteleras” en el patio, llamando a los internos a comer, con epítetos que enumeraban todos los delitos posibles.
O, una vez, a alguien, por los altavoces: “Esta noche tenemos película: El Honor de un Ladrón”, seguido esa vez por abucheo de los internos. O, desde una ventana, veíamos a los recién ingresados posando para la foto que se agregaría al expediente. El viejo edificio fue reemplazado por un mamotreto de asbesto-cemento (material ahora prohibido) donde se alojaron las “oficinas técnicas” del concejo municipal, ante la insuficiencia de espacio para esas nuevas dependencias en el ya exiguo edificio del concejo municipal frente a la Plaza Bolívar. Ya antes había sucumbido el diagonal al teatro, en la misma esquina, pero en el ángulo noroeste, para ser convertido en improvisado estacionamiento.
También el edificio del concejo municipal sufrió, años después, el castigo de la mandarria. Fue demolido para, supuestamente, ser reemplazado por un moderno edificio que nunca se construyó. Permaneció ocioso y vacío hasta que a alguien se le ocurrió la infeliz idea de destinarlo a puesto policial. Inútil fue que el arquitecto Jesús Tenreiro presentara un proyecto. El concejo municipal, luego elevado a la categoría de alcaldía, se mudó a un edificio en Lomas del Este, apartado del centro de la ciudad, y sitio poco apropiado para quienes no poseían vehículo.
Más tarde, el cuerpo edilicio, y todas sus oficinas, se trasladaron a otro edificio, donde aún permanece, construido en la Zona Industrial para oficinas relacionadas con el sector, así como también lo hizo el Consejo Legislativo a otro edificio gemelo. Ninguno de los dos diseñados para sus fines específicos, como lo son las funciones del organismo rector de la ciudad y las del cuerpo legislativo del Estado.
El resultado ha sido el de una ciudad desmembrada y sin imágenes representativas de los poderes públicos, dispersos en la ciudad, carentes de identidad propia, adaptados a inmuebles ya existentes y no diseñados específicamente para ellos, y confundidos en el entorno por la ordinariez de sus sedes. Lo sensato era concentrarlas en edificaciones destinadas a sus funciones específicas, en un sitio accesible a todos y que reflejara la personalidad de la ciudad y su población, su historia y sus símbolos. O sea, un espacio urbano digno, que nos diera a todos el sentido de pertenencia que perdimos entre demoliciones e improvisaciones, negando la posibilidad de la Valencia que pudo ser, pero no fue.