En 1975, Mafalda fue una de mis grandes compañeras. En realidad, lo fue desde el año 70 conjuntamente con Asterix y Obelix, pero es que ya más madura, en el 75, no me separaba de ella, me parecía genial. En aquella época, los Correa Feo habíamos regresado a Madrid, como ya he hecho mención en más de una oportunidad y nos acompañaba Hilda Fe Medina. Viviríamos de nuevo allá, por razones universitarias de mis padres, dos años.
Para el verano del 76, mis padres habían planificado un viaje por Europa y compraron una roulotte (casa rodante), muy cómoda y nuestro auto, una especie de camioneta marca Volkswagen, era suficientemente amplio y cómodo para toda la familia.
Cuando en mayo de ese año, mis padres tuvieron que viajar a Venezuela a cumplir con unas elecciones universitarias, no regresaron solos a Madrid, lo hicieron con su cuñada, mi tía Clarita González de Correa y sus dos hijos menores, mis primos, Francisco y Marianella. Como ellos nos acompañarían en el viaje, mi papá me pidió que comprara otro carro “para mí”, porque lo manejaría yo. Sí, a los veintiún años, recorrería Europa en auto, conduciendo yo.
Mi hermano Miguel Ángel me acompañó a la agencia Touristauto, donde mis padres habían adquirido el año anterior su Volkswagen y en aquel 70, su Austin Morris 1100. Aunque el lugar solía comercializar vehículos con placas de turistas, para extranjeros, entre los modelos exhibidos había uno que me robó el corazón: un Citroën Dyane 6 color crema, con una matrícula española permanente que contrastaba con las placas turistas del resto.
Los vendedores, notando mi entusiasmo, nos aseguraron que el auto estaba en regla y que no habría obstáculos legales pese a nuestra condición de extranjeros. Era casi idéntico al famoso carrito de Mafalda, pero con detalles modernizados: los faros, en lugar de sobresalir de los guardafangos delanteros, se integraban a ellos en una línea suave, y el techo de lona, aunque conservaba su esencia práctica, solo se deslizaba hasta el borde de la luneta trasera, sujetándose allí con dos correítas de cuero.
Además, estaba muy económico, sólo costaría 1.200 dólares, unas 80.000 pesetas, porque era de segunda mano y mi tía nos ayudaría a pagarlo. Su diseño, una versión actualizada del clásico, inspiró a Miguel Ángel a bautizarlo con cariño: compró letras metálicas y estampó en la parte trasera el nombre “Guille”, como un homenaje al hermanito travieso de nuestra amada Mafalda. Así, aquel auto se convirtió no solo en un medio de transporte, sino en un puente entre la nostalgia de las viñetas y nuestra propia historia.
El hecho es que Guille nos llevó al norte de España, a Francia, Inglaterra, Bélgica, Países Bajos, Alemania, Austria, Italia, Mónaco, y nos trajo de vuelta a España, pasando por el sur de Francia. Fueron casi tres meses maravillosos e inolvidables y, de alguna manera, Quino, o sus personajes, fueron parte activa de ese viaje.
En 2011, cuando el maestro Carlos López Puccio —mitad genio, mitad cómplice del legendario grupo argentino “Les Luthiers”— aceptó dirigir “El Empava’o”, un merengue de mi autoría con arreglos orquestales de mi hermano Juan Pablo, en el majestuoso Teatro Colón de Buenos Aires, decidimos convertir el viaje en una celebración familiar y artística.
No fuimos solo mi hermano y yo: nos acompañaron mi esposo, mis hijos, mi agrupación musical Las Brujas y Zuzón de la Universidad de Carabobo, y un séquito de amigos tan entusiastas como nosotros. Buenos Aires, con sus calles empedradas y aromas a café recién molido, nos recibió como a viejos conocidos.
Uno de los paseos imborrables fue nuestra visita al barrio de San Telmo, donde en la calle Chile 371 se alza el edificio que albergó dos mundos: el real y el ficticio. En el décimo piso vivió alguna vez Joaquín Salvador Lavado, Quino, mientras que, en las páginas de su historieta, Mafalda habitaba el segundo piso y Felipe el quinto.
Hoy, una escultura de la niña filósofa, sentada en un banco con su vestido rojo, atrae a turistas de todo el mundo que posan junto a ella como si fuera una amiga de toda la vida. Desde 2020, Susanita la acompaña en bronce, eternizando sus chismes. A pocos pasos, en la calle Balcarce, descubrimos un almacén de techos altos y estanterías atiborradas que parecía salido directamente de las viñetas: el “reino de Manolito”, donde hasta el aire olía a negocios y “facturas” rellenas.
Tras aquellos días de magia porteña, López Puccio nos honró con una recepción íntima en su hogar. Entre copas de vino, locro, arepas de reina pepiada y risas, la velada brilló con la presencia de Daniel Rabinovich (parte relevante de la historia de “Les Luthiers” e ídolo nuestro de toda la vida), quien con su humor pausado nos regaló anécdotas doradas. “Quino y yo somos como uña y mugre”, confesó, describiendo cómo el creador de Mafalda dividía su año entre España y Argentina, “huyendo del frío como si fuera un villano de historieta”. Era fácil imaginarlos a ambos: dos genios escapando del invierno, trazando chistes bajo el sol mediterráneo o en algún café de Buenos Aires.
Y ahí estaba yo, recordando a mi Guille (ese fiel Citroën que fue alcahuete de mil aventuras juveniles), cuando en una casualidad de esas que tejen la vida, Andrés y Maridel Saturno, mis compadres y antiguos vecinos, en uno de nuestros acostumbrados almuerzos, la conversación derivó en anécdotas de carreteras. Fue entonces cuando, como si el destino guiñara un ojo, descubrimos que los tres habíamos surcado caminos europeos al volante de un Dyane 6. No cualquier auto: aquel modelo de líneas redondas y techo deslizable que, en cada curva, llevaba escrito el nombre de la libertad. Ahí, entre risas y recuerdos, Guille volvió a rodar por nuestras conversaciones, ya no como un vehículo, sino como un símbolo de juventud, de viajes que unen almas más allá de los mapas.
Hace unos días, Sara Giglioli (una de esas hermanas que la vida te regala), me tendió un puente entre aquel pasado y este presente. Desde su nuevo hogar, temporalmente fuera de nuestro país, situación que tantos compartimos, me insistió: “Tienes que ver ‘Releyendo Mafalda’, tú que eres tan ‘Mafaldera’ como yo, sé que te va a encantar”. La serie no solo explica los orígenes de la tira: disecciona cómo Mafalda fue espejo de las contradicciones de su tiempo… y cuánto sigue diciéndonos en el nuestro. El episodio del por qué Mafalda detesta la sopa me encantó. Durante la dictadura de la "Revolución Argentina" (1966-1973), coincidente con la época en que se publicaba "Mafalda", el régimen militar imponía un orden autoritario, censura y represión. La sopa es algo que "se traga sin cuestionar", y según la serie, cuya principal pensadora es Lorena Muñoz, podría simbolizar la imposición de ideas o la opresión, similar a cómo se obliga a los niños a comer algo que detestan. Pero es algo que ellos suponen, no lo dijo Quino.
Total que, del Dyan 6, mi Guille, a Releyendo Mafalda, han transcurrido casi cincuenta años y uno siente que el mundo no ha cambiado mucho y que seguimos tomando sopa aunque no nos guste.