Joan Manuel Serrat es, sin duda, una de las figuras más queridas de la música en español. Nacido en Barcelona en 1943, este trovador catalán ha dejado huella con canciones que mezclan poesía, compromiso social y sensibilidad mediterránea. Desde su célebre adaptación de los versos de Antonio Machado hasta himnos como Mediterráneo, Paraules d’Amor o Lucía, Serrat no solo ha llenado teatros, sino también el corazón de varias generaciones.
Pero más allá del escenario, Serrat también ha sido protagonista de anécdotas memorables. Una de ellas la recuerda con especial cariño Esperanza Márquez, en aquel tiempo casada con el promotor cultural y farandulero empedernido Roberto Todd, quien logró estrechar una genuina amistad con el artista catalán. Esperanza no se cansa de repetir que no es que “hablara con él todos los días", pero sí que vivieron momentos inolvidables, como aquella vez que lo llevaron a una playa venezolana…
Todo comenzó con una inocente pregunta de Candela, la esposa de Serrat, durante una visita del cantautor a Caracas:
- ¿Es cierto que en Venezuela hay playas con palmeras?
- ¡Claro! -respondió Esperanza, sin imaginar lo que vendría después.
Roberto, siempre entusiasta, propuso de inmediato un viaje a la casa de playa de su padre en Choroní. Esperanza, escéptica, le peló los ojos, sabiendo que aquella casita no estaba precisamente en condiciones. Pero la idea entusiasmó tanto a Candela que no hubo marcha atrás. Cargaron maletas, botellas, ilusión… y partieron.
A su llegada, el primer obstáculo fue literal: la calle estaba cerrada por reparaciones, lo que los obligó a caminar varias cuadras con bultos a cuestas. Al llegar a la casa, la sorpresa fue mayor: no había agua. Esperanza, resignada, fue a revisar la cocina.
- Roberto, tampoco hay luz- dijo poco después.
- Debe ser un apagón temporal- respondió él, con una fe admirable.
Tampoco había gas. Alguno de estos problemas era consecuencia del obstáculo en la calle. El panorama se desdibujaba rápidamente. Estaban atrapados en una casita sin servicios básicos, con Joan Manuel Serrat y su esposa como invitados. Hoy, Esperanza, entre risas y desesperación, recuerda ese momento como si hubiera sido sacado de una comedia de enredos.
Decidieron entonces salir a buscar algo para comer. Subieron de nuevo al carro y recorrieron la zona buscando un lugar abierto. Nada. Ni una empanada. Nada de nada. Ante el fracaso gastronómico, Serrat propuso lo mejor que podía hacerse en ese contexto:
- Hagamos una fogata en la playa y nos tomamos este whisky. -dijo, sacando una botella que había traído.
Y así fue. Bajo las estrellas, cantando y riendo, reafirmaron que la vida es un instante. Y ese, en particular, fue espectacular.
A altas horas de la madrugada regresaron a la casa, acompañados con algo de lluvia, y decididos a entregarse al sueño, confiando en que el cansancio acumulado y el efecto del whisky harían su parte. En plena oscuridad, sin siquiera poder limpiarse los pies, se tendieron las húmedas camas -por las goteras-, buscando difícilmente algo de descanso. Reinaba una paz momentánea... hasta que sonó el primer “plaf”, como un aplauso aislado. Luego otro. Y otro más. En pocos minutos, los cuatro estaban rodeados de mosquitos y zancudos: aquella inofensiva aplaudidera no era más que la batalla desesperada contra los intrusos de la noche. Fue entonces cuando Esperanza, llena de vergüenza, se disculpó con el cantautor:
- Joan Manuel, me da una pena horrible…
Pero él, con su calidez habitual, la interrumpió:
- Esperanza, tranquila. Roberto lo hizo con la mejor intención. No podía saber lo que estaba pasando. Vamos a disfrutar esto.
La noche transcurrió entre picaduras y anécdotas. Al amanecer, decidieron regresar. En el camino, Serrat mencionó que tenía un fuerte dolor de cabeza -no era para menos-. Esperanza, rápida, le ofreció una cura venezolana infalible: Conmel en gotas, unas gotas milagrosas que eliminaban el dolor en minutos. Serrat probó. Funcionó. Quedó tan fascinado que quiso comprar todas las existencias de la farmacia.
Desde entonces, el lazo con Serrat se mantuvo. Cada vez que iba a Venezuela, llamaba a Esperanza y le dejaba entradas en el hotel. Incluso en su última gira, marcada por un aguacero terrible en Caracas, se hizo presente ese gesto afectuoso en un empapado abrazo. En una ocasión, cuando Esperanza estaba en la Barcelona de España, le escribió un SMS saludándolo, desde el celular de su anfitriona amiga. Serrat llamó a ese número inmediatamente. La amiga de Esperanza, quien contestó el teléfono, casi dejó caer el aparato cuando escuchó del otro lado: “Hola. Habla Joan Manuel Serrat. ¿Puedo hablar con Esperanza?”
Al poder hablar, Serrat le contestó con su calidez de siempre:
- ¡Esperanza! ¡Me voy mañana para América, así que nos vemos en Caracas!
Hoy, Esperanza recuerda todo esto con cariño. No duda en afirmar que “verdaderamente lo amo. Y sí, considero que es mi amigo. Porque sé que, si alguna vez en la vida necesito algo de Joan Manuel, estoy segura que lo voy a conseguir”.
Una amistad sincera y honesta, nacida en medio de improvisaciones, contratiempos y fogatas a la orilla del mar, pero marcada por la autenticidad. Porque, como bien dice Serrat en una de sus canciones, “de vez en cuando la vida te besa en la boca”. Y a veces, lo hace con palmeras, whisky… y sin luz. Son aquellas pequeñas cosas que hacen de la vida una delicia.