Hace poco vi a Pérez Reverte —uno de los escritores de moda en redes sociales por los extractos de sus entrevistas publicados en formato de reels— hablar sobre el impacto que tiene en una persona el hecho de leer sobre los lugares que visita. Más allá de las polémicas en las que ha estado envuelto el escritor español por sus posiciones políticas, en esta ocasión estoy de acuerdo con él.
En Venezuela y en el mundo se practica un turismo superficial, muchas veces prefabricado, incluso en los paquetes que se venden como un acceso a culturas exóticas. El taxi costoso, el hotel carente de humanidad, la foto en el monumento saturado de gente y, de todo ello, la publicación de Instagram con algún que otro filtro, acompañada de una leyenda “profunda” extraída de un libro que nunca se ha leído. Como consecuencia —y por desgracia—, muchas ciudades y regiones quedan ligadas a un prejuicio simplista.
Puede ser este el caso de Margarita: una isla percibida por una gran parte del país como el sitio al que se puede ir a pasar unas buenas vacaciones; visitar Playa el Agua, tomarse unos tragos en un lugar bonito de Pampatar y pasear durante horas en uno de esos centros comerciales famosos. Luego, el ferri o el avión de vuelta a casa, sin haber tenido contacto en ningún momento con la realidad del lugar y sin conocer cómo es la vida de los locales.
Por supuesto, Nueva Esparta es mucho más que eso. Se trata de una región con una amplia herencia colonial y prehispánica, que se mezclan para producir una cultura rica en anécdotas, mitos y una peculiar idiosincrasia. En torno a este sentimiento se teje “La otra isla”, de Francisco Suniaga.
No hablamos de cualquier persona; Suniaga es uno de los escritores más conocidos de Venezuela de las últimas dos décadas y, precisamente, esta es su ópera prima. Allí habla sobre la misteriosa muerte de un inmigrante alemán en una playa margariteña, atribuida sospechosamente a una borrachera descontrolada en medio de una crisis marital con Renata, su esposa, quien se ha convertido en un ícono de belleza entre nativos y turistas.
La madre de Wolfgang —nombre de la víctima— recibió una carta anónima en su hogar, del otro lado del océano Atlántico, en la que se insinúa que en realidad el hombre no se ahogó, sino que fue asesinado. Ante esta revelación, decide viajar a Venezuela para intentar esclarecer los hechos, aunque sin intención de buscar justicia o venganza. En territorio insular se topa con José Alberto Benitez, un abogado local que atraviesa su propia crisis, anclada a una vida llena de expectativas sin cumplir. Él asume el rol de investigador privado del caso sin mucho ánimo, en vista de su lucha interna ante los demonios que le asedian.
Hasta este punto, puede parecer una historia ordinaria, de tipo policíaca, con un misterio sin resolver y un par de sospechosos a los que seguir. Sin embargo, la intención de Suniaga parecía ser la de contar dos historias: la exterior —o la del crimen— y la que se va gestando debajo, relacionada con los problemas estructurales de la sociedad insular.
Y es que Wolfgang se hizo un gran fanático de las peleas de gallos poco tiempo antes de su muerte. Este pasatiempo lo puso en contacto con la barbarie, asimilada por la cotidianidad, y —aunque su formación racional suponía una confrontación con ello— sucumbió ante el delirio que le producía ver a los animales herirse de muerte, con escenas de una crueldad inédita en su Alemania natal, edulcorada con una vida de clase media alta.
En paralelo, Benítez peleaba contra la burocracia de la isla hasta enredarse en las telarañas de documentos y favores, tejidas por las autoridades durante décadas de negligencia y un escaso sentido del progreso.
El resultado es una gran novela, que retrata los defectos y particularidades de una región entera a través de una trama interesante, en la que la influencia del entorno actúa como un personaje más, condicionando las decisiones del resto de protagonistas y marcando el ritmo al que deben vivir sus propias vidas.
Por supuesto, esta descripción no afecta en lo absoluto la reputación de Margarita, isla natal del propio autor; por el contrario, es una manera de desnudarla y ver sus rincones oscuros, poco transitados, que han surgido por la asimilación de problemas sociales con los que debe lidiar uno de los pueblos más hospitalarios y alegres de la nación.