Uno de los momentos que más se repiten en el corto trayecto de la infancia es el de la trillada pregunta sobre la profesión que se quiere llegar a desempeñar algún día. Las respuestas de los niños ante tal dilema, en algún punto de la historia, pudieron llegar a ser repetitivas y estereotipadas: pelotero, doctora, veterinario, astronauta…
Así lo recuerdo en mi generación, que probablemente fue la última en soñar con aquellas profesiones convencionales y reiterativas, antes de la irrupción de Tik Tok e Instagram. Hoy, a esos proyectos infantiles se suman los temidos influencer y tiktoker. Sin embargo, más allá de todo lo que se podría concluir de esta situación, me impresiona el recuerdo de no haber escuchado jamás a un niño decir que quería ser escritor.
No es mi intención hacer un estudio pedagógico del tema —esa ni siquiera está cerca de ser mi especialidad—, pero sí siento preocupación por lo ajeno que somos los latinoamericanos de hoy en día al oficio literario, a pesar de tener tan frescas las huellas de una de las generaciones más grandes de hombres de letras de toda la historia.
La respuesta a este distanciamiento, probablemente, se encuentre en la forma en la que ha cambiado nuestra visión de la felicidad y el éxito como sociedad. Las redes sociales, a pesar de representar un gran avance en muchos aspectos, han ayudado a instalar la vanidad como destino común.
Cada vez que deslizamos el dedo en la pantalla, mientras vemos reels, nos topamos con un mundo inexistente que nos llena los ojos. Cuerpos perfectos, carros millonarios y apartamentos en la playa; todo esto tiene como resultado un hambre voraz por satisfacer un montón de estándares inalcanzables que podamos resumir en un post para causar una buena impresión. Ya ni siquiera es necesario ser honesto y honrado, mucho menos inteligente. Nada de eso cabe en el algoritmo ni trae likes.
Esta visión plástica de la existencia influye en muchos aspectos del día a día, incluyendo la visión que tenemos sobre la propia educación que reciben los niños venezolanos. Para muchos, el desarrollo del pensamiento crítico ya pasó a un segundo plano: no importa que el alumno sea incapaz de razonar y entender el mundo que lo rodea, siempre y cuando pueda proyectarse como un futuro millonario, referencia en las altas esferas de las más importantes ciudades de la región.
Por supuesto que esto no quiere decir que la formación financiera no sea crucial; la coyuntura del país tampoco ayuda, pues tenemos la percepción de que ninguna profesión es suficiente para traernos el pan a la mesa. No obstante, ello no justifica el darle la espalda al desarrollo intelectual de los más pequeños.
Y de allí, del cuestionamiento y la curiosidad, se nutre el sueño de ser escritor; de aspiraciones que van más allá de lo monetario y de una visión compleja de un mundo fascinante y diverso. Del placer de terminar de leer una obra difícil, que resulta más satisfactorio que los treinta segundos de un Tik Tok viral.
En fin, es bueno que los niños sueñen en grande, con profesiones pomposas que hagan volar su imaginación. Lo que en realidad debemos lograr es que sean los adultos quienes anhelen ser escritores y se metan de lleno en el mundo literario, porque cuando un padre comprende el valor de la razón por encima de la superstición no solo se está liberando a sí mismo, sino al resto de su familia también.