El sábado 28 fui al teatro. No es una actividad habitual en mi vida, pero me enteré de que en Caracas se haría una función que me llamó la atención. Una tarde, mientras navegaba en redes sociales conseguí el anuncio; fondo azul, letras blancas y enfrente un señor acostado en una hamaca.
No podía dejar pasar la posibilidad de matar dos pájaros de un tiro. Una semana antes de la obra —justo después de ver el aviso— salí con mi novia en una pequeña travesía a buscar un ejemplar de “El coronel no tiene quien le escriba”. No había leído el libro porque, a pesar de que considero a Gabo un auténtico ícono de la literatura, no suelo enfrascarme en un solo autor, sino que hago lecturas dispersas, saltando de un escritor a otro.
Nos dispusimos, entonces, a adentrarnos juntos en las aparentemente escasas 90 páginas como una responsabilidad. No podíamos ir al teatro Román Chalbaud sin conocer el trasfondo de lo que veríamos.
Lo que allí conseguimos fue una historia ordinaria. Y no, no me refiero a ello como un defecto, sino más bien como una virtud. Gabo cuenta la vida de un coronel veterano de guerra que ha esperado durante años una pensión prometida por el gobierno, pero que nunca llega.
El hombre vive junto a su esposa, que parece ser un contrapeso natural de su personaje. El coronel por momentos es irracional y crédulo, mientras que ella tiene una visión más realista de la vida y, todo sea dicho, fatalista… Además de las tragedias que conlleva una existencia latinoamericana en su máximo esplendor, ambos también deben sobrellevar la convivencia con un gallo de pelea que su hijo dejó como único legado antes de ser acribillado en una gallera.
Volviendo a la cuestión ordinaria, es fascinante ver cómo la literatura de García Márquez se funde con el día a día de nuestro subcontinente. En esta zona del mundo, la frontera entre lo real y lo imaginario es mucho más difusa que en otros lugares, lo que explica nuestra proclividad por el autor colombiano.
Dicho sea de paso, el coronel, como buen hijo de un autor genial, se convierte en una especie de modelo de nuestro día a día, de nuestra vida, que desarrolló la habilidad de no distinguir entre las esperanzas sólidas y las ilusiones infundadas, para no morir desmoralizado.
Y esa fluidez, esa forma de retratar nuestra naturaleza sin tapujos, es lo que me encantó particularmente de este libro. Porque la adversidad, los problemas históricos con los que hemos cargado desde hace siglos y la capacidad de sobreponernos a ellos también forman parte de nuestra identidad, de nuestro legado en el mundo, que va mucho más allá de las noticias amarillistas sobre crímenes y carteles.
La obra también fue excelente. Por pura casualidad, asistimos a la función número 800 y se habló largo y tendido sobre esta producción que nació de la mano del director argentino Carlos Giménez. Su éxito fue la confirmación de que la vida común y corriente de un latinoamericano es capaz de influir en otras latitudes. La prueba estaba en las paredes del teatro, con las fotografías de los actores presentándose en festivales europeos, repletos de gente que ni se imaginaban que de este lado del planeta los gallos pelean y las pensiones no llegan.