De uno de mis últimos viajes a Caracas conservo un recuerdo levemente amargo que para mí no fue más que la confirmación de un problema evidente, del que me he dado cuenta conforme me he adentrado en el mundo de la literatura.
Caminaba junto a mi novia por el Bulevar Sabana Grande, con la esperanza de encontrar una librería que recordaba haber visitado con mi abuela un tiempo atrás. En vista de mis escasos 24 años, la idea de conseguirla allí era más que factible. Nos bajamos en la estación de metro de Chacaíto y nos pusimos a deambular por allí, preguntando a la gente por el lugar.
Uno que otro caraqueño con su apresurada hospitalidad nos frunció el ceño. ¿Librería? Yo no recuerdo haber visto alguna por acá. Sin embargo, un par de personas más duchas en eso de la localización urbana nos guiaron. En pocos minutos nos bañamos con el aire frío del local.
A pesar de recordarlo como una pequeña meca cultural, me sorprendió ver, ya como adulto lector, que esa variedad literaria que percibía de niño se había convertido en otra cosa. Al sitio no se le puede reprochar nada en lo absoluto; se mantiene en pie con valentía en la difícil tarea de vivir de los libros en Venezuela. Sin embargo, la insistencia de los clientes en conseguir libros de autoayuda me abrumó un poco.
Revisé una estantería y vi algunos títulos de la editorial Seix Barral que ahora no recuerdo, pero que me parecieron interesantes. Revisé otra zona con los “libros más leídos” y ahora la autoayuda y la “formación financiera” me devolvieron la mirada.
En ese momento vino a mí aquel debate tan polémico sobre la importancia de seleccionar bien los libros que se leen. He tenido la oportunidad de hablar con libreros que me aseguran que esos títulos mantienen en pie a los ejemplares de verdadero interés literario y que son una especie de mal necesario. No puedo contradecirlos; ese es su negocio y ellos lo conocen mejor que nadie. Aunque —quizás por mi inmadurez y el idealismo juvenil—, yo me niego a resignarme. No. Venezuela no puede convertirse en una sociedad devoradora de libros vacíos.
Consciente de lo controversial de tal afirmación, me veo en la necesidad de aclarar: no está mal consumir autoayuda, lo que sí está mal es limitar todas las lecturas de la vida a ese nicho, cuyo objetivo principal es dar respuestas al lector. Y he allí la diferencia crucial entre una cosa y otra; la literatura tiene la virtud de, además de entretener, sembrar preguntas en el lector que fomentarán el desarrollo de su pensamiento crítico.
No basta con conocerme, también debes conocerte a ti y a tu entorno, y preguntarte qué aspectos de tu vida merecen ser cuestionados —gritan las obras de los buenos autores, mientras las otras ofrecen promesas que no siempre se pueden cumplir; una búsqueda por El Dorado moderno en forma de Lamborghinis, yates y una felicidad insostenible.
Y es que en esta carencia Venezuela también se desangra, porque la sociedad necesita referentes de altura que sirvan como modelo para construir un país mejor. Gente conocida por pensar antes de actuar y no al revés. En esta circunstancia, llevarse un libro de Borges, Gallegos o García Márquez se convierte en un acto verdaderamente revolucionario, porque contradice un Status Quo que nunca debió instalarse.
En fin, dimos un par de vueltas por la librería y nos marchamos. Como buenos lectores jóvenes, no teníamos dinero sino para comprar los ejemplares de segunda mano que nos llevamos más adelante.