Hace poco tuve la oportunidad de entrevistar a un escritor. Esas conversaciones suelo disfrutarlas mucho, incluso más que aquellas de la fuente deportiva, en la que me inicié como periodista. Con los autores tengo una afinidad instantánea, porque de cierta manera me siento parte de su comunidad, de su gremio, tímidamente, con algunos escritos escasos que he podido publicar, incluyendo esta columna.
Mientras hablábamos, perdí la noción del tiempo hasta el punto en que mi entrevistado dio por terminada la sesión por tener que atender compromisos más importantes. Por supuesto, pedí disculpas de inmediato por haberlo demorado unos minutos más de la cuenta y él, contrario a lo que yo podría pensar, me dio las gracias en lugar de demostrar molestia. Me dio a entender que de cierta forma se sintió halagado por recibir un tipo de atención periodística cada vez menos habitual en el mundo editorial.
Evidentemente, no me gustaría hablar de mí; yo no preparo este tipo de textos impulsado por algún sentido de la moral, sino porque lo disfruto. Solo eso. Sin embargo, creo que es interesante hacer una pequeña autocrítica al periodismo actual con respecto a la relación de nuestro gremio con la cultura: ¿Qué estamos haciendo mal para que algunos escritores se sientan ignorados?
Es probable que la respuesta, como de costumbre, esté en las dinámicas digitales de la actualidad. Los comunicadores, al igual que el resto de la sociedad, vivimos inmersos en un mundo regido por la vanidad y el materialismo, y eso es también lo que reflejamos en nuestro trabajo. Tanto para nosotros como para el público en general no tiene nada de interesante hablar sobre un señor que dedica sus días grises y monótonos a teclear una historia compleja y enrevesada; en cambio, el chisme del momento entre dos cantantes excéntricos que dependen del Auto-Tune parece ser una opción válida para centrar toda nuestra atención.
Y sí, efectivamente, mucha gente piensa de la misma forma, y acá no hay culpables, o la culpa es compartida. Nosotros ofrecemos ese contenido porque los lectores lo exigen, y los lectores lo exigen porque saben que nosotros los vamos a complacer. Por supuesto, nuestro deber no es moralizar a nadie, pero sí tener buenos filtros sobre el enfoque que le damos a este oficio.
El resultado de toda esta mezcla de situaciones es que los libros interesantes, los poemas profundos y los ensayos vanguardistas pasan al fondo del baúl, para dar paso a temas superficiales que cumplan con la cuota de hiperestímulos destructivos de la sociedad actual. Es cierto, no somos responsables, pero sí somos cómplices.
Ante un problema como este no hay soluciones mágicas, aunque pequeños esfuerzos pueden llegar a hacer la diferencia. Un buen punto de partida es volver a darle a la cultura real —no a la de masas— el valor que merece. No es cuestión de que los escritores ocupen las portadas o las noticias principales, sino que tengan un espacio digno, en el que ellos o sus obras puedan ser tratados con el respeto que merecen. No es necesario descartar las categorías de farándula o entretenimiento; más bien se trata de no dejar de lado aquellas manifestaciones artísticas que luchan en silencio por no desaparecer.
Finalmente, leer lo suficiente es de gran ayuda. Tampoco hay que contar por decenas los títulos terminados en el año, pero sí tener una noción básica de lo que es un buen libro y lo que cuesta producirlo, para pararse de frente ante quienes los escriben y entender mejor su oficio.
No puedo dejar de mencionar la labor de los medios. Si bien algunos se han extraviado eternamente en la trivialidad, otros resisten a su modo. Uno de ellos es El Carabobeño, que da cobertura al mundo editorial y a quienes agradezco haber abierto sus puertas para que este servidor trate estos temas que a veces resultan tan aburridos para ser publicados en otros portales.