Cuando estaba chiquita, nunca me perdía un programa vespertino de Radio Caracas llamado “Popeye y Yeyo”. En él, el reconocido actor Roberto García Valdés, conocido artísticamente como “Yeyo” y famoso por su participación en “Radio Rochela”, se presentaba vestido de marinero para presentar episodios de las caricaturas de “Popeye, el marino”. Era un momento que esperaba con mucha ilusión cada día.
Nuestra mudanza a Valencia coincidió casualmente con la suspensión del programa, pero descubrí que a “Popeye” lo podía leer en los suplementos dominicales de la prensa regional, junto a “Lorenzo y Pepita”.
Mi mamá, amante de los libros, comenzó a comprarme novelas en versión infantil para que me acostumbrara a no ver los dibujos y que mi mente creara los personajes a su antojo. Así llegaron a mis manos mis dos primeros libros: “Heidi”, de Johanna Spyri, y “Mujercitas”, de Louisa May Alcott.
A principios de los años sesenta, mi mamá abrió una librería, la Librería Guaparo, en el edificio del mismo nombre, y mi mayor ilusión era el día en que la Distribuidora Continental llegaba con los suplementos de la semana. Mi hermano Miguel Ángel, de tan solo seis años y yo, ayudábamos a colocarlos en el estante giratorio, pero no podíamos resistirnos a leerlos. Costaban “real y medio”, y casi teníamos que pagarlos para poder leerlos, porque mi papá decía que lo más placentero de comprar un suplemento era “despegar” la portada, que venía como adherida a la primera hoja. Y ese “placer” se lo quitábamos al cliente si leíamos el suplemento antes de ponerlo a la venta. Ahí estaban: “La pequeña Lulú”, “Archie”, ·El conejo de la suerte”, “Superman”, “Batman”, “Vidas Ejemplares”, “Susy”, “Lorenzo y Pepita”, “El Pato Donald”, “Tribilín”, “Mickey Mouse”, “Rico Mc Pato” y algún otro que se me haya olvidado. Sabíamos que a mi papá le gustaban los de “Dick Tracy”, “Mandrake”, “El Fantasma” y “Memín”.
Cuando en 1970 nos mudamos a España, descubrimos a “Mafalda”, un personaje simplemente genial, creado por Joaquín Salvador Lavado, mejor conocido como Quino. Siempre digo que fue mi “curandera”, porque aquel invierno madrileño fue especialmente duro. En Madrid no había nevado en diez años y ese año nevó. La nieve cubrió el techo de nuestro apartamento, ubicado en el último piso, en una España que aún vivía bajo la dictadura franquista. En nuestro edificio, incluso había restricciones para encender la calefacción después de ciertas horas de la noche, lo que terminó por enfermarme. Sin embargo, la llegada de “Mafalda” coincidió con la de mi bomba de asma, y sus tiras cómicas lograron que me olvidara por completo de mi malestar.
Mi papá y mi hermano Miguel Ángel comenzaron a comprar unas historietas españolas llamadas Mortadelo y Filemón y Zipi y Zape, que a ellos les encantaron, pero a mí no. Sin embargo, un día descubrimos a unos extraordinarios galos que se metieron en nuestros corazones, y hablo en plural porque toda la familia quedó encantada con ellos. Me refiero a “Astérix y Obélix”, del guionista René Goscinny y el dibujante Albert Uderzo. En aquella época, formé con algunos amigos músicos un grupo que llamamos “Obélix”, en honor a nuestro admirado gordo que cayó en la marmita del druida Panoramix cuando era pequeño. Y me di cuenta de que no solo me curó el asma mi querida “Mafalda”, sino la poción mágica del druida galo. Yo, sin duda, era otra.
Fuimos comprando las historietas, y el problema surgió cuando terminamos de crecer, porque al llegar el momento, ya en Venezuela, de formar un hogar propio, cada uno quería llevarse la colección a su nueva casa. Terminamos compartiéndolas y comprando después los números que nos faltaban. No sé cuántos me falten a estas alturas, pero todavía tengo bastantes. Como no fui egoísta con mi colección, mis hijos leyeron sin problemas todas las historietas y se hicieron, como nosotros, admiradores de estos fabulosos galos.
Hace unos días, mi hijo Juan Sebastián, que vive en Madrid desde hace más de cinco años, me comentó emocionado que pronto lanzarán la serie de “Astérix y Obélix” por una de las famosas cadenas internacionales de televisión. Me envió el tráiler, y casualmente, estaba recordando que René Goscinny, el autor de las historias, murió muy joven, a los 51 años, en 1977. Pero Astérix no murió con él. Su socio, Uderzo, de la manera más bonita, lo tenía siempre presente. En las historietas posteriores, solo aparecía escrito, en tamaño pequeño: “Guion y dibujos de Uderzo”, y siempre había un homenaje a Goscinny.
Este escritor era políglota. Nació en Francia, creció en Buenos Aires, vivió en Estados Unidos y trabajó muchos años en Bélgica y en Francia. Por cierto, en Buenos Aires, en la casa 875 de la calle Sargento Cabral, en el barrio de Retiro, cerca de la Plaza San Martín, hay una placa que anuncia con orgullo que ahí vivió René Goscinny por más de quince años.
Me cuenta mi hermano Juan Pablo que, un amigo argentino tiene toda la colección “Astérix y Obélix” en español y en francés y que es increíble cómo en su idioma original es mucho más divertida, por los juegos de palabras que no pudieron traducirse. Las historietas de “Astérix y Obélix” se han traducido a ciento once idiomas. Es la historieta francesa más popular del mundo.
Particularmente, no solo tengo una buena parte de la colección de sus historietas, sino también muñequitos de sus personajes, como Astérix, Obélix, el druida Panoramix, el bardo Asuranceturix y el jefe Abraracurcix. Solo me falta Idefix, el perrito, que debe haberse ido en el bolsillo de algún niño para jugar con él, en vez de mantenerse en un fastidioso cofre de vidrio.
Los años pasan sin piedad ni temor. Uderzo falleció a los noventa y dos años, en 2020, y los “niños de sesenta años”, desde que teníamos veinte, no nos dimos cuenta de que faltaba Goscinny en las historietas posteriores.
A veces hacen falta estos momentos con hermosos viajes al pasado para regresar con las pilas cargadas, dispuestos a seguir viviendo con la alegría que Dios y estas historietas, comiquitas o como las llamemos, nos dan.