El doctor José Gregorio Hernández por fin sube a los altares

Este tipo de anécdotas sobre José Gregorio Hernández han acompañado a generaciones de venezolanos, convirtiéndose en parte fundamental de nuestra identidad y fe

Venezuela está sumida en un ambiente de júbilo desde que se conoció la noticia de la próxima canonización del Dr. José Gregorio Hernández. No hay venezolano que no guarde una anécdota o un recuerdo ligado a su figura. Recientemente, en una conversación con Frank Rísquez, gerente del Centro de Interpretación Histórica, Cultural y Patrimonial de la Universidad de Carabobo, surgió el tema de su canonización. Rísquez me compartió que su abuelo mantuvo una estrecha amistad con el Dr. Hernández, al punto de intercambiar correspondencia. Esas cartas, de un valor incalculable, fueron donadas por uno de los hijos
de su abuelo a la causa de beatificación del entonces Siervo de Dios, José Gregorio Hernández. La familia, en un gesto de profunda generosidad, no conservó ni siquiera fotografías de aquellas misivas tan significativas.

No pretendo detenerme ahora en la vida del próximo santo, pues es una historia que todos conocemos. Tampoco voy a relatar los detalles de su muerte, ni mencionar que Fernando Bustamante, el joven que accidentalmente lo atropelló, pasó ocho meses en prisión por aquel trágico suceso que nunca logró borrar de su memoria. Prefiero, en cambio, compartir algunas anécdotas personales, o más bien, relatos de mis familiares, que de alguna manera, tienen que ver con el Dr. José Gregorio Hernández.

La anécdota más antigua que conservo sobre nuestro próximo santo ocurrió cuando él aún vivía, precisamente en el mismo año de su muerte, 1919. Josefina Martínez González, prima hermana mayor de mi papá, no había cumplido aún un año cuando cayó gravemente enferma. Presentaba fiebre muy alta, vómitos, erupciones en la piel y un llanto constante que hacía suponer que sentía fuertes dolores. Preocupados, decidieron llamar al Dr. José Gregorio Hernández, quien vivía cerca de ellos en Caracas. El doctor llegó de inmediato. Apenas escuchó el llanto de la niña desde la ventana, comentó: “Esto parece principio de meningitis”. Al entrar, la examinó y confirmó que la fiebre era muy alta. Mientras tanto, el aroma que provenía de la cocina lo llevó hasta allí, donde pidió un poco de lo que se estaba preparando. Tomó una tacita de sopa, regresó junto a la pequeña y le dio una cucharada mientras decía: “Esto la curará”. Acto seguido, sin cobrar ni esperar recompensa alguna, se marchó. Lo más sorprendente es que mi tía Josefina se recuperó por completo y, durante muchos años, afirmó con convicción que ella era un milagro de José Gregorio Hernández en vida.

El título de Doctor en Farmacia de mi bisabuelo, Miguel Gerónimo Feo, lleva la firma de José Gregorio Hernández, quien fue uno de sus profesores. Este  documento no solo representa un logro académico, sino también un vínculo personal con una figura tan venerada. Recuerdo con claridad un episodio que  ocurrió cuando murió mi tío Pedro Feo, en su casona del centro de Valencia. Aquel día, se formaron dos colas: una para despedir el cuerpo de mi tío y otra, que nos resultaba extrañísima a los niños de la familia, para tocar el título de mi bisabuelo, específicamente en el lugar donde estaba la firma de José Gregorio, y luego santiguarse. Ese título, que hoy es un tesoro familiar, se encuentra en posesión de uno de mis primos.

Mi mamá también tenía su propia historia relacionada con el Dr. José Gregorio Hernández. Cuando yo era muy pequeña, a ella le apareció una dermatitis severa en las manos. Los dermatólogos le recetaban pomadas y antibióticos, pero nada parecía funcionar. La situación empeoraba si entraba en contacto con agua, por lo que pasó meses sufriendo. Logró controlar un poco la irritación usando guantes y aplicándose pomadas, pero incluso para bañarse o bañarme a mí, tenía que usar guantes de cirugía.

Un día, acompañó a una tía al cementerio General del Sur, en Caracas, donde en aquella época estaba enterrado el Dr. Hernández. Aunque todavía no era Siervo de Dios, muchas personas ya le atribuían “favores milagrosos” debido a su bondad y dedicación. Al pasar por su tumba, que estaba llena de velas, flores y placas de agradecimiento por favores concedidos, mi mamá se acercó, más por complacer a mi tía que por fe propia. Un anciano que estaba allí, arreglando las flores, le dijo: “¿Quiere que sus manos se curen? Déjeme echarle esta agüita”. Tomó uno de los floreros con agua (esa que se bota cuando las flores mueren porque huele mal) y la derramó lentamente sobre las manos de mi madre. Lejos de creer que aquello la curaría, mi mamá se sintió ridícula y hasta se llamó a sí misma “loca”.

Lo hizo más por la amabilidad del anciano que por convicción. Al llegar a casa, las ronchas se enrojecieron, como solía ocurrir cuando empeoraban, y ella se lamentó por haber cedido a aquel acto que consideraba absurdo. Sin embargo, al día siguiente, sus manos comenzaron a mejorar notablemente. Para el tercer día, solo quedaban dos pequeñas ronchas, que desaparecieron por completo esa misma semana. Conmovida por lo sucedido, mi mamá escribió su caso y lo  envió a la curia de Caracas como testimonio del favor concedido.

Otro caso milagroso ocurrió muy cerca de nuestra familia. Simón Alberto Arocha Díaz, primo hermano de mis primos, sufría de problemas renales y estaba a punto de ser operado. Su abuela, con fe inquebrantable, colocó una estampita del Siervo de Dios (en aquella época, José Gregorio aún no había sido beatificado) debajo de su almohada. El día de la operación, Simón Alberto estaba hospitalizado, con su madre, Matilde Díaz Zozaya de Arocha, sentada a su lado, esperando  los últimos exámenes previos a la cirugía. De repente, entró un médico a la habitación. Simón Alberto, extrañado porque su madre no saludó al recién llegado, le dijo: “Doctor, disculpe a mi mamá, está muy preocupada”. Sin embargo, la expresión de Matilde era de total desconcierto, como si pensara que su hijo estaba viendo cosas, porque, según ella, no había nadie más en la habitación. Sus ojos parecían salirse de sus órbitas cada vez que Simón Alberto respondía a las preguntas del “médico”. Finalmente, Simón Alberto, visiblemente aliviado, exclamó: “¿En serio, doctor? ¡Mamá, estás oyendo! El doctor dice que estoy curado, que no necesito operación”. Se despidió del médico, disculpándose nuevamente por lo que consideraba una falta de educación de su madre, pero lleno de
alegría. Mientras tanto, Matilde estaba tan confundida que pensó en buscar un psiquiatra para su hijo, pues ella no había visto a nadie en la habitación. Cuando llegaron a realizarle los últimos exámenes a Simón Alberto, para sorpresa de todos, los resultados salieron perfectos.

Los médicos revisaron sus riñones nuevamente y confirmaron que estaban completamente sanos. Fue entonces cuando la abuela, llena de gratitud, exclamó: “Gracias, José Gregorio, por curar a mi nieto”. En ese momento, Simón Alberto, con los ojos llenos de lágrimas, comprendió lo que había sucedido: “Claro, ahora lo entiendo. El doctor que vino a verme era José Gregorio. Acostumbrado a verlo en retratos vestido de negro y con sombrero, no pude reconocerlo con una bata blanca de médico”.

Este tipo de anécdotas sobre José Gregorio Hernández han acompañado a generaciones de venezolanos, convirtiéndose en parte fundamental de nuestra identidad y fe. Sin embargo, el segundo milagro que llevó a su beatificación y ahora a su canonización, ocurrido en 2017, es sin duda un hecho que tras ciende lo humano y confirma su intercesión divina. Se trata del caso de Yaxury Solórzano Ortega, una niña de 10 años que recibió un disparo en la cabeza durante un asalto y, contra todo pronóstico, sobrevivió. Las pruebas están ahí, incontestables, y su historia es un testimonio vivo de lo inexplicable.

Ahora, con su canonización, le toca a José Gregorio sanar a Venezuela, un país que clama por esperanza, paz y reconciliación. Su legado de bondad, entrega y fe sigue siendo un faro en medio de nuestras vidas.

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Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente la posición de El Carabobeño sobre el tema en cuestión.

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El doctor José Gregorio Hernández por fin sube a los altares

Anamaría Correa

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