A Gustavo Díaz Solís lo descubrí gracias a Rubi Guerra, uno de esos escritores contemporáneos que no tienen tanto reconocimiento como merecen dentro de la sociedad “tiktócrata” venezolana.
Varios de sus cuentos me atraparon gratamente y, a decir verdad, me sentí un poco tonto por no haberlo conocido antes.
En particular, mientras leía “La Efigie”, recordaba la crítica de Ana Teresa Torres en su ensayo “La herencia de la tribu”, sobre la identificación de la población con el mito paisajístico del país y su supuesta belleza equiparable al mismísimo Edén.
En ese magnífico trabajo, Torres cita al escritor mexicano Carlos Monsiváis, quien explica que la nueva noción de América “se ostenta como la totalidad exaltada, el continente con el Caribe adjunto, donde todo reverbera en función de la belleza épica: ríos, montañas, gente, pasado indígena, grandeza de los libertadores”.
Razón tiene de sobra la autora a lo largo de ese capítulo —y en el texto en general—. De hecho, ese proceso de identificación también marcó a una literatura venezolana, que tuvo durante mucho tiempo a la naturaleza indomable como eje central. Sin embargo, es acá donde surge mi “debilidad” por el cuento de este sucrense; pues el entorno salvaje de sus descripciones es tratado con una gran naturalidad, como si sus facultades sobrenaturales brotaran sin obstáculos en un universo que lo permite indulgentemente, sin llegar a ser realismo mágico.
También es cierto que quizás no sea una notable contribución a la desmitificación de la que hablaba la profesora Ana Teresa, pero la literatura puede permitirse la libertad de no solucionar nada sin sentir remordimiento.
En la Efigie, Díaz Solís narra la historia de un cazador que salió junto a un indio a buscar algunas presas. Por la actitud de ambos, pareciera que el hombre que lleva la escopeta consigo hubiera forzado o convencido a su compañero a ser su guía.
A lo largo del recorrido, esa naturaleza se va mostrando, primero en su forma conocida, en el transcurso de la narración va cobrando vida. Especialmente luego de que el cazador le disparara a una serpiente sin la aprobación del indio, a quien parecen haber arrebatado una parte de sí.
El entorno es asfixiante para uno y habitual para el otro. El indio, herido de muerte en su cultura, decide atentar contra el asesino del animalito, pero éste se defiende con éxito y termina por disparar a quien hasta ese momento lo había guiado.
El cazador sale, entonces, en solitario y encuentra a una tribu mientras lleva a cabo un ritual de adoración. Conforme se acerca a curiosear, va descubriendo con estupefacción la ceremonia, con tambores, lamentos y sollozos, hasta descubrir que, en el centro del grupo, se erige el monolito de una serpiente que clava en él una mirada llena de ira.
En fin, Díaz Solís conserva el encanto de nuestra propia visión de la naturaleza —mística, palpitante— sin poner en riesgo una prosa que fluye con gracia.
Es un escritor que vale la pena conocer, sin duda alguna.