Luis Alonso Hernández
Uno de los discursos más poderosos de la historia contemporánea fue pronunciado por Martín Luther King, el 28 de agosto de 1963 en las escaleras del monumento a Abraham Lincoln. Ese día, el carismático defensor de los derechos civiles habló frente a unas 200 mil personas que protestaban por la libertad, mejores condiciones en el contexto laboral y la extrema segregación racial que experimentaba Estados Unidos para esa época.
Esta pieza se tituló “Tengo un sueño” y está arraigada profundamente en un mundo de libertades, en el cual las personas puedan vivir con dignidad pese a las diferencias propias de la especie humana. Ese día, Luther King exigió el fin del racismo, describiendo precisamente su sueño, “que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo. Sostenemos como evidentes estas verdades, que todos los hombres fueron creados iguales”.
Traigo a colación este histórico discurso porque está más vigente que nunca. Estamos viviendo tiempos de mucha turbulencia, en los que la humanidad pareciera retroceder años luz. Xenofobia, racismo, persecución a homosexuales, limitaciones a los derechos de la mujer, desapariciones forzadas por pensar políticamente distinto, discursos de odio en todos los frentes, la guerra en Ucrania y el genocidio en Gaza, son algunos de esas situaciones tristes que nos hacen dudar del raciocinio del hombre y de la esperanza de construir un mundo mejor.
Sin embargo, deja de soñar quien está muerto. Si algo nos recuerda Martin Luther King es que la gente de bien nunca decae y persiste en sus luchas. Desde nuestros espacios, debemos recordar el planeta en el que vivimos y exigir cambios contundentes. De lo contrario nos espera la extinción de la especie, como lo han advertido algunos cientistas sociales, preocupados por la falta de empatía que caracteriza al mundo. Así de sencillo, o comenzamos a presionar para visibilizar cambios o desaparecemos.
Luther King dejó un legado y movió motores para grandes transformaciones. Su lucha le generó enemigos, esos que lo asesinaron el 4 de abril de 1968 en Memphis, Tennessee. Pensaba distinto a las hegemonías blancas del momento y soñó con un mundo de igualdad, sin importar el color de piel, credos, situación económica y posición política. Un mundo donde la gente pudiera expresarse libremente, disfrutar en familia sin miedos ni presiones. Un mundo muy distante a la realidad de países como el nuestro, donde la clase que gobierna ha pretendido robarnos hasta la capacidad de soñar. Lo bueno del caso, tanto en el mundo como en Venezuela, es que existen reservas morales que, de a poco, hacen frente a la maldad. ¡No dejemos de soñar!