Pensar, ¿un lujo?

Los niños que emplean más tiempo a la recreación digital tienen peor memoria, disminuyen habilidades del habla, procesan información lentamente

Hemos advertido en artículos anteriores sobre los riesgos latentes para una sociedad en la que se va perdiendo el hábito de la lectura. Las consecuencias obviamente son catastróficas y lo viene a reafirmar una reciente publicación del New York Times, en la que se describe una forma de desigualdad social que se va estructurando a pasos agigantados, acentuando aun más la brecha entre las elites económicas y los estratos más vulnerables de la población.

La ecuación es sencilla: los niños ricos han disminuido el tiempo que consumen contenido a través de dispositivos digitales, en comparación con los niños de las clases menos privilegiadas. El citado diario estadounidense menciona un estudio de 2019 bastante revelador, en el que preadolescentes y adolescentes provenientes de clase obrera y cuyas familias ganaban menos de 35 mil dólares al año, pasaban dos horas más al día consumiendo contenido en redes sociales, que sus pares cuyos ingresos familiares superaban los 100 mil dólares.  

En este contexto, cientistas sociales han reiterado que los niños que emplean más tiempo a la recreación digital tienen peor memoria, disminuyen habilidades del habla, procesan información lentamente y en muchos casos, sufren trastorno por déficit de atención. A medida que van creciendo, la mayoría de estos muchachos evitará los textos densos y preferirá videos cortos y publicaciones frívolas que en nada contribuyen a la reflexión crítica, castrando aceleradamente la capacidad de pensar.

Las clases conservadoras y pudientes están conscientes de las mutilaciones cognitivas provocadas por los entornos digitales sin supervisión y, desde hace tiempo toman cartas en el asunto.  Las escuelas más elitistas en Estados Unidos prohíben en gran medida el uso de teléfonos inteligentes. Además, se han multiplicado modelos educativos como el de las Escuelas Waldorf, enfocadas, de acuerdo con su modelo curricular, en preparar a los niños para vidas significativas al desarrollarlos física, social, artística y cognitivamente, para una participación significativa con el mundo. Pero no todos tienen acceso a este privilegio. La matrícula anual en un curso de primaria en una Waldorf supera los 34 mil dólares.

Estas escuelas, por ejemplo, restringen el uso de dispositivos electrónicos enfocándose en las lecturas de textos y actividades al aire libre que lleven al joven a reflexionar y valorar al otro. Visualizan a los hombres del futuro como líderes sabios, concentrados, pero, sobre todo, pensantes. El asunto va más allá. Últimamente han proliferado los contratos de niñeras, a las que se les prohíbe usar el teléfono mientras trabajan. Hablar por este dispositivo frente a un niño, sería causal de despido inmediato.

Todas estas acciones están centradas en blindar a niños y adolescentes ante una nueva forma de brecha social: los que piensan y los que no lo hacen. Los que llegarán a la adultez con capacidades de concentración y razonamiento complejo y, una gran mayoría que padecerá una escasa claridad cognitiva, con todos los peligros que esa situación conlleva para la democracia.

Y frente a este panorama ¿qué están haciendo nuestras Facultades de Ciencias de la Educación, distritos escolares y la propia sociedad civil?  Hoy más que nunca requerimos unión de voluntades y trazar estrategias que nos permitan navegar con éxito ,en un océano digital inundado de juegos violentos, basura y chabacanería.

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Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente la posición de El Carabobeño sobre el tema en cuestión.

Pensar, ¿un lujo?

Luis Alonso Hernández