Estoy convencido de que pocas ideas han hecho tanto daño en el campo literario como aquella que reza que “todo el mundo debería escribir un libro”, tan popularizada en redes sociales.
Con esto no quiero decir que la escritura tiene que ser un privilegio reservado para unos pocos afortunados; esa idea —inconscientemente relacionada al clasismo— me genera tanta repulsión como cualquier lugar común.
Ahora bien, el problema con hacer creer a la sociedad de que cada uno de los individuos que la integran está en la obligación de producir al menos un libro en su vida, es que pensamos que este oficio se trata de una cuestión mística, asociada a aquella idea apócrifa de la inspiración divina. No hace falta prepararse, practicar, leer o culturizarse, porque basta con responder al llamado universal que ha hecho el destino y sentarse frente al teclado para dejar un “legado”.
El resultado es una cantidad enorme de influencers y personalidades de otras áreas, a las que nunca les ha interesado el mundo de las letras, pero que a diario intentan saturar el mercado con obras que ni ellos mismos podrían definir. ¿Son autobiografías? En caso de ser así, ¿conocen realmente lo que es una autobiografía? En la mayoría de las ocasiones, se trata de un texto del que ellos son protagonistas y en el que desempeñan una heroica gesta para alcanzar el éxito. Recuerdo el caso de una persona que alegaba haber escrito “su” novela, y con suya se refería a que él era el personaje principal.
A veces, estos autores ni siquiera tocan el manuscrito. Buscan un escritor fantasma y le pagan para darle algo de coherencia a las ideas que flotan en sus mentes.
Hay quienes también publican obras pensando que es una forma de librar la muerte; de dejar ese fulano legado que mencionamos previamente y que tiene muy poca sustancia. Ya lo decía el célebre escritor chileno Roberto Bolaño, todos los autores están condenados al olvido, así que este argumento pierde toda su fuerza bajo una óptica realista.
Por supuesto que la frase central de esta columna, aplicada a nosotros, los ciudadanos comunes, cambia su sentido. La mayoría no podemos costear grandes impresiones o el servicio de escritura fantasma, ni mucho menos. En estos casos, el resultado puede llegar a ser todavía peor, porque aquellas personas ajenas a la producción de textos consideran que solo basta con teclear durante algunas horas y prescinden con ligereza del proceso de edición.
Este fenómeno, sumado a la autoayuda y al falso crecimiento financiero, ha colmado el mercado editorial. En las estanterías de muchas librerías venezolanas se pueden encontrar decenas de ejemplares vacíos, escritos sin un ápice de amor genuino por el oficio de la escritura. Todos esos libros fueron concebidos como un medio para hacer dinero. Eso no es literatura.
Mientras tanto, grandes escritores nacionales—que no voy a nombrar por el respeto y admiración que les tengo— pierden cada vez más terreno; quedan en los rincones ocultos de los locales y terminan en las áreas de descuento y remate. ¿Su pecado? Haber producido historias complejas.