Let my people go…

Los esclavos en el sur de Estados Unidos antes de la Guerra Civil cantaban “Go Down Moses”. Su letra, basada en el relato bíblico del Éxodo, donde Moisés exige al Faraón liberar al pueblo de Israel, se convirtió en una poderosa metáfora de la esclavitud y el anhelo de libertad.

Durante el siglo XIX, esta canción era cantada por personas esclavizadas mientras trabajaban o rezaban. La frase “Let my people go” (“Deja ir a mi pueblo”) resonaba profundamente como un grito de resistencia y esperanza. Con el tiempo, “Go Down Moses” trascendió su origen y se convirtió en un himno de los movimientos por los derechos civiles en el siglo XX. Artistas como Paul Robeson y Louis Armstrong la interpretaron con gran carga emocional, reforzando su mensaje de dignidad, fe y lucha contra la opresión.

Pero lo de los esclavos en el sur de Estados Unidos, a pesar de la letra del “spiritual”, no era que los dejaran ir a ninguna parte, y mucho menos de vuelta a África, donde podían volver a caer en manos de los traficantes de seres humanos. Lo de ellos era permanecer en América, pero libres e iguales a los demás.

Aunque harto sabido, no está de más recordar aquí que los pueblos han migrado desde siempre. El agotamiento de las tierras por el monocultivo, la extinción de animales que proveían de proteínas, las frecuentes guerras por disputas de poder o territorio, el sojuzgamiento, la esclavitud, eran todos motores de penosas marchas de pueblos enteros por tierras desconocidas y hostiles, en busca de su supervivencia.

Hoy, cuando un ciudadano ve cómo se esfuma el producto de años de esfuerzo y sacrificio para llevar una vida feliz y sin carencia alguna en su vejez, al elegir para gobernantes a quienes, además de crear falsas ilusiones para engañar ingenuos, no saben otra cosa que no sea arruinar a todo un país en beneficio propio. El despertarse cada día sin saber qué comerá, o a quién recurrir en caso de algún accidente o enfermedad repentina o, peor aún, pasar el día temiendo ser secuestrado por los esbirros del régimen sin haber cometido delito alguno, se torna obsesión que lo impulsa a buscar otro sitio donde llevar una vida por lo menos digna.

Ese ciudadano se topa con la realidad: todo se volvió nada. Se da cuenta de que construyó un edificio de papel que se desmorona con el simple soplo maligno del déspota embustero y saqueador.

Algunos, fanáticos creyentes de doctrinas obsoletas, se vuelven robots, sin ni siquiera inteligencia artificial, y acuden a las urnas electorales, programados ya para votar por el que les tira la caja con comida podrida como un favor, y apenas les deja respirar sin cobrarles algún impuesto por hacerlo. Otros, desconfiando en su limpidez, no acuden al llamado electoral; pero igualmente será manipulado.

Se necesita mucho optimismo para pensar en una salida digna del estado de indefensión y de la miseria generalizada, y se concluye en que la solución es buscar en otras partes esa condición de ser humano libre y saludable, activo y productivo, orgulloso de su gentilicio, y dispuesto a contribuir al progreso de la sociedad que lo acoge humanitariamente.

Son inhumanos quienes en esos otros países los rechazan, y los obligan a regresar. Es que el “let my people go” que cantaban Robeson y Armstrong no dejaba de ser un contrasentido: los esclavos africanos no querían volver a sus países. Querían quedarse.

Igual ocurre con los migrantes venezolanos que Donald Trump embarca en aviones para regresarlos a la tierra de horror y miseria del cual huyeron.

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Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente la posición de El Carabobeño sobre el tema en cuestión.

 Let my people go…

Peter Albers