Creo que fue en el museo de la Acrópolis que vi un fragmento de una vasija, decorada con la figura de una mujer que esquivaba la embestida de un toro, saltando sobre él. Una ceremonia ritual de la antigua Grecia. Me vino al recuerdo por el artículo del amigo, médico e historiador Carlos Cruz, y su enjundiosa investigación sobre la prohibición de las corridas de toros a lo largo de la historia.
Ya en la Edad de Hierro los íberos y los celtas, criaban toros para sus festividades religiosas, y es en la península ibérica donde supuestamente evoluciona el primitivo uro, bóvido extendido por toda Europa, como el toro de lidia, que tiene sus raíces, paralelamente con el que, durante la época romana, era utilizado en espectáculos de circo.
La tauromaquia, como la conocemos hoy, se estableció en el siglo XVIII en España. Según la información que recopilé, cuando me tocó hacerlo por motivos profesionales, el proceso comenzó con la necesidad de marcar el sello del ganadero con un hierro candente en la piel de cada animal, y el número que lo identificaba en la manada. La operación incluía por igual a machos y hembras. Para hacerlo, había que tumbarlos de costado, haciéndoles perder el equilibrio mientras huían del acoso del jinete que, con una larga vara, terminaba empujándolos hacia un lado presionando el anca. La pericia del jinete llevó a la celebración de competencias en las calles de los pueblos, como en los toros coleados de nuestro país, recurso utilizado en nuestros campos con el mismo fin, y también llevado a espectáculo público y torneo en nuestras mangas de coleo.
Pero los ganaderos comenzaron a darse cuenta de que, luego de la hierra, unos animales huían despavoridos, mientras que otros embestían, furiosos, a quienes (caballo y jinete) los habían hecho caer para provocarles tal sufrimiento. La forma de evitar que hirieran al caballo con sus cuernos era parando en seco la embestida, apoyando la punta de la vara sobre el lomo del novillo o la vaquilla. Y los propietarios tomaban nota de esa bravura...
No pasó mucho tiempo antes de que la maniobra comenzara a repetirse como espectáculo público, y para ello se utilizó en los pueblos un sitio, cuyo nombre pasaría luego a los edificios destinados al espectáculo: la plaza, cerrada con talanqueras, los espectadores en los balcones y los techos de las casas circundantes. Se provocaba la embestida del toro al caballo, luciendo el jinete sus habilidades en “picarlo” cuando intentaba cornear a su montura. A veces el toro lograba tumbar a caballo y jinete; ayudantes a pie alejaban al toro, llamando su atención con trozos de tela o con sus capas. Comenzaron éstos, por su destreza con los trapos, a ser más admirados que los de a caballo. Nacieron los toreros.
Y nació la tauromaquia, que resultó medio de vida de muchos. Y nació el toro bravo como especie, animal arisco e indómito, difícil de manipular en labores como su vacunación o cura de heridas cuando se pelean entre sí.
La práctica de la tauromaquia es execrada en la mayoría de los países, alegándose el sometimiento a la tortura sangrienta de un inocente animal. Opinión respetable, pero muchos callan ante el espectáculo de dos hombres golpeándose brutalmente sobre un ring de boxeo, y aplauden jubilosos cuando uno de ellos cae desmayado, su cara abotargada y sangrante.
Y algunos de los que la prohíben son los mismos que matan o mantienen encerrados, sufriendo torturas y todo tipo de vejaciones, a seres humanos que se oponen a sus corruptas dictaduras.