El 28 de julio fue un día decisivo para Ana, una estudiante de derecho de la Universidad de Carabobo que no sabía que por defender sus ideales cambiaría su vida por completo y que hoy su pupitre estaría vacío por un exilio que nunca planificó.
Ella tiene 20 años y, como tantos otros jóvenes, acudió a su centro electoral decidida a ejercer su derecho ciudadano y, al cierre de la jornada, se quedó en el lugar para exigir la impresión de las actas de escrutinio.
El 29 de julio, se unió a una multitud de jóvenes en la avenida Bolívar de Valencia, portando una pancarta que decía: “Sin democracia no hay futuro”, y de ahí siguió a la manifestación en la avenida Universidad de Naguanagua, frente a la 41 Brigada Blindada, en rechazo al resultado anunciado por el Consejo Nacional Electoral (CNE).
“Era un grito colectivo. Nadie quería volver a casa sin sentir que había hecho algo por cambiar esta realidad”, recordó.
Este jueves 21 de noviembre se celebra en Venezuela el Día del Estudiante Universitario en conmemoración de los hechos de protestas en varias universidades en contra de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. 66 años después, hay quienes no pueden celebrar esta fecha porque sus asientos en las aulas de clase están desocupados como consecuencia de la represión.
Terror e intimidación a estudiantes
Lo que siguió fue una pesadilla. La tarde del 30 de julio, Ana recibió una llamada de un amigo que trabaja en una oficina pública. “Te tienen identificada, están buscando tu dirección”, le dijo y la primera decisión de la estudiante fue resguardarse en un lugar seguro.
Esa misma noche seis personas armadas llegaron a su casa preguntando por ella. Vestían de negro, sin identificaciones, y mostraban una foto tomada el día de la protesta.
“Esa noche no dormí. Cada sonido me hacía pensar que venían por mí”, relató. Los días siguientes fueron un torbellino de miedo y desesperación para la estudiante. Funcionarios rondaban su casa, interrogaban a vecinos y hasta interceptaron a su hermano menor en la calle para intimidarlo.
El exilio como única salida
El 5 de agosto, Ana cruzó la frontera hacia Colombia con la ayuda de una red de solidaridad. El primer recorrido la llevó hasta San Antonio del Táchira, lo hizo en un autobús lleno de historias similares a la suya. Junto a ella, otras personas huían del miedo, la persecución y las amenazas.
El trayecto fue largo y tenso; cada control policial que pasaban era una prueba de fuego. “Sentía que en cualquier momento alguien iba a decir mi nombre o que descubrirían quién era”.
La estudiante estuvo dos días en Cúcuta y luego se fue a Bogotá, a casa de una tía de forma provisional. Al llegar, Ana experimentó un choque emocional. De estar rodeada de sus compañeros, su familia y su rutina universitaria, pasó a la soledad de un país desconocido. “Era como si todo lo que había construido desapareciera de golpe. Llegar aquí no fue un alivio, sino el inicio de otra lucha”.
Ahora vive en un pequeño cuarto alquilado. Sus días comienzan temprano, trabajando largas jornadas en una tienda de ropa donde organiza estantes, atiende a los clientes y limpia después del cierre. El cansancio físico es abrumador, pero lo que más pesa es la nostalgia. En cada cliente que entra, ve un rostro conocido. Por un segundo piensa que está de vuelta a la universidad, con sus amigos, pero es solo una ilusión.
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La incertidumbre le afecta. Ana no sabe si podrá continuar sus estudios en derecho. Los costos universitarios en Colombia son altos, y su estatus migratorio le impide acceder a ciertos beneficios. “Es como si mi vida estuviera en pausa. Estoy viva y no estoy presa, sí, pero ¿qué significa eso si no puedo avanzar, si todo lo que soñaba se desmoronó?”.
Un futuro encerrado entre rejas
Al occidente de Venezuela, Rosa lucha diariamente por mantener viva la esperanza. Su hijo Carlos, estudiante de ingeniería, fue detenido el 31 de julio en su propia casa. Según testigos, llegaron tres camionetas blancas sin placas con más de 10 hombres armados. Rompieron la puerta y lo sacaron en pijama, mientras su abuela gritaba desesperada.
Carlos, de 22 años, estaba en el séptimo semestre de su carrera. Era un joven dedicado, apasionado por el diseño de sistemas mecánicos y con sueños de trabajar en el extranjero. Pero todo cambió tras asistir a una protesta el 29 de julio, donde lo fotografiaron levantando el puño junto a un grupo de compañeros. Esa imagen se convirtió en la supuesta “prueba” de que incitaba al odio.
Rosa lo visita en un centro de detención conocido por sus condiciones inhumanas. La celda es un espacio reducido donde duermen ocho personas, sin ventilación ni baños adecuados. Huele a humedad y desesperación. Cada visita la desgasta emocionalmente. Carlos ha adelgazado más de 10 kilos, y su mirada es de puro agotamiento. En una ocasión, le confesó que pensó en quitarse la vida.
“Es un lugar donde te rompen el espíritu. Mi hijo era fuerte, lleno de vida. Ahora solo quiere que esto acabe, pero yo no voy a dejar que se rinda”.
Ella tiene la esperanza de que Carlos sea excarcelado y recupere su vida de estudiante desde que, el sábado 16 de noviembre, comenzó una serie de liberaciones en Yare III, Tocorón, Tocuyito y la cárcel de mujeres de Las Crisálidas, pero aún no se ha dado ninguna en el comando policial en el que su hijo se encuentra.
El precio de soñar con un cambio
Según el Observatorio de Derechos Humanos de la Universidad de Los Andes (ODH-ULA), al menos 15 estudiantes universitarios resultaron detenidos tras la elección del 28 de julio. Sus historias reflejan un patrón de persecución sistemática contra quienes desafiaron al poder. Además de las detenciones, muchos enfrentan acoso, vigilancia y amenazas.
Mariana, una estudiante de comunicación social en la Universidad Central de Venezuela, narró cómo la detención de su mejor amigo la ha afectado profundamente. “Éramos inseparables. Planeábamos trabajar juntos después de graduarnos, pero ahora está detenido, acusado de cosas que no hizo. Todo por ir a una protesta pacífica”.
Ella también ha sido acosada. Ha recibido mensajes amenazantes y, aunque ha considerado dejar el país, teme abandonar a su familia y su sueño de ser periodista.