Mi amiga Beatriz Marín

Con los años nos separamos, pero como siempre pasa, nos encontró la vida. Se había casado con un italiano, Adriano Perlo

Cuando los Correa Feo nos mudamos a Valencia, mis papás me inscribieron en el Colegio “Santa María”. Les habían recomendado ampliamente el Colegio “Santa Cruz”, pero, aunque a mi mamá le encantó, se dio cuenta de que la personalidad de su dueña y directora, Isabel Teresa Ponce, chocaría de inmediato con la de mi papá. Isabel Teresa era pro Opus Dei y mi papá pro Jesuita. Antes de que ocurriera un incidente, me inscribieron en el “Santa María”, un colegio de monjas dominicas, excelente también. Lo que a mi mamá le gustaba del “Santa Cruz”, era su condición de colegio mixto, mientras que el “Santa María” era solo para niñas. El caso es que, desde segundo grado estudié ahí. Pero eso de que tenía que estudiar en un colegio mixto, no se le quitó de la cabeza. Por fin lo consiguió y, a partir de sexto grado, estudié en el Instituto Educacional “María Montessori”.

Creí que iba a ser terrible el cambio. Dejaría a mis amigas, Yiyo Cárdenas, Miriam Mata, Luisa Cristina Carrillo, Rosaura Tovar, Margaret Addison, Rhaiza Záccara… pero me encontré con que, una de ellas, Margaret Addison, también se fue al “Montessori”, por lo que mi sentir cambió.

Los dueños eran los Regalado y a pesar de que la sede era nueva y enorme, al menos primaria, tenía pocos alumnos. Cuando pasamos a bachillerato, el colegio no era el mismo. Había tanto alumnado que, en primer año, abrieron dos secciones. La entrada, además de que era a las siete de la mañana, se hacía por otra puerta. No teníamos contacto con primaria.  A dos años de mi llegada, en 1969, el colegio fue adquirido por el profesor Pedro J. Mujica y su esposa, Isolina Aponte de Mujica. Ese año fue maravilloso. El profesor Mujica nos daba matemática de una forma increíble e ingresó al colegio mi amiga Beatriz Marín.

Le decían “Gorda” y creo que era más por cariño que por lo algo pasada de kilos que pudiera estar. Su cara era preciosa y su carácter, lo más jovial y divertido que recuerdo haber conocido. A todo le veía el lado bueno, siempre optimista y sonriente.

Hicimos una bellísima amistad. En una reunión de padres y representantes, coincidieron los nuestros. Su papá era, Don Alfonso Marín. Mi papá lo admiraba mucho. Recuerdo que llegaron comentando que Don Alfonso era el segundo cronista de la ciudad. El primero había sido Rafael Saturno Guerra, valenciano, pero el mérito de Don Alfonso, era que lo habían designado en este honroso puesto, siendo de Burbusay, un pueblito hermosísimo del estado Trujillo, o sea, no era valenciano. Tenía una pluma muy agradable y amaba nuestra ciudad. Su esposa, Lucila Arnao de Marín, sí era de aquí y habían tenido puras niñas. Beatriz era de las centrales, es decir, tenía hermanas mayores y menores.

Un día llegué a mi casa con un cuento que tal vez a mis padres les aterrorizó. Beatriz, en un recreo, nos invitó a varias amigas, a comprar algo en el CADA, que quedaba muy cerca y fuimos con ella. Lo grave no es habernos escapado del colegio, es habernos ido en la camioneta de los Marín, manejada por Beatriz, que tan solo tenía doce años. Ahora, eso de que mi mamá se aterrorizó, no me lo hizo ver en ese momento. En vista de que se lo confesé con naturalidad, así lo tomó ella. Sólo dijo “gracias a Dios no tuvieron un accidente ni las paró la policía, porque si me dicen que unas niñas de la edad de ustedes, se escaparon del colegio en una camioneta y una de ellas la manejaba, yo me hubiera quedado tranquila, segura de que tú no hubieras estado ahí y fíjate, sí hubieras estado”. Otro día supimos que la mamá de Beatriz, doña Lucila, estaba muy enferma y que Beatriz muchas veces se encargaba ella misma de llevar a sus hermanitas al colegio y hacer de chofer. Lo que hizo mi mamá entonces fue enseñarme a manejar, por si acaso una emergencia.

Y llegó el día en que nos tocó acompañar a Beatriz en el velorio de su mamá.

Con los años nos separamos, pero como siempre pasa, nos encontró la vida. Se había casado con un italiano, Adriano Perlo. Tenían una imprenta en el centro y mi papá era un cliente fijo. En nuestra época de bachillerato, no me enteré de lo bien que cantaba Beatriz, cosa que pudimos disfrutar después de grandes. Por cierto, en esa época, 1987, en mayo, un mes antes de parir yo a la segunda de mis hijos, supe que Beatriz y Adriano habían tenido un varón. Francisco Alfonso, o como le decía Adriano a su hermoso negrito mientras lo cargaba entre sus brazos, “Francesco”. En cosa de pocos años, Beatriz quedó embarazada de Valentina, preciosa, con la misma cara y la gracia de su madre.

Recuerdo una vez a “La Gorda” esperando a Francisco a la entrada del colegio. Había recogido a Valentina, en prescolar, cubriéndola de besos y, al sentarse en el pasillo, esperó a Francisco llena de amor. Ambos, tanto Francisco como Valentina, estudiaron en el mismo colegio de mis hijos, el “Cristo Rey”, mi hija se graduó con Francesco y todavía son muy amigos. “La Gorda” falleció muy joven, como su madre; al menos pudo asistir a la graduación de bachiller de sus dos hijos. Adriano también se fue temprano. Hoy Valentina es quien se ocupa de la empresa familiar, la imprenta de los Perlo y Francisco es un orgullo nacional, técnico de fútbol que, en la actualidad, dirige un equipo de Primera División de Panamá, el “CD Árabe Unido” y su biografía está disponible en Wikipedia.

El veintidós de septiembre, mi querida amiga Beatriz “La Gorda” Marín, hubiera cumplido años. Cuando murió, sus cenizas fueron esparcidas en “Los Marines”, un pequeño paraíso en Carabobo, con una casa llamada “Burbusay”, como la tierra que vio nacer al cronista y donde Don Alfonso y sus más allegados, solían temperar. Que estas palabras sirvan como un pequeño homenaje a mi amiga Beatriz Marín y su familia que tanto admiro y quiero.

 

Anamaría Correa   [email protected]

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Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente la posición de El Carabobeño sobre el tema en cuestión.

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