No fue una decisión acertada colocar en espera la defensa de los resultados desde julio de 2024 a enero de 2025. Meses de inhibición que crearon confusión, desánimo y desmovilización como se hizo evidente el 9 de enero.
Ahora se propone un paro electoral. Se insiste en no orientar a los ciudadanos a salir de la campana de miedo en la que el gobierno intenta encerrar a la oposición. Más bien algunos dirigentes oposicionistas amplifican esos temores.
Estos dirigentes no son traidores. Tienen una manera distinta de entender la función del voto en una situación de fuerte ataque para desmantelar el sistema democrático republicano, liberal y representativo. Pero colocan su influencia y su prestigio en una ruta que nos conduce a la rendición y al no hay nada que hacer.
Las posiciones y discursos abstencionistas hacen daño a las posibilidades de cambio en tres cosas: Una, reproducen sin advertirlo la prédica oficialista para destruir el significado del voto, vaciarlo de su condición de herramienta de lucha y presentarlo como un gesto inútil, reducido a pulsar una tecla. Dos, nos llama a abandonar el voto como herramienta de lucha por la democracia. Tres, favorecen que el poder asuma esa bandera y volver al rechazo por purismo de cualquier intento de acordar salidas progresivas al rescate de la democracia a partir de soluciones para disminuir los efectos de la crisis en el país. Es decir, a la gente.
En la lucha de opinión entre democracia y autoritarismo, el gobierno ha logrado que una parte importante de la oposición califique el ejercicio del voto como un acto favorable a consolidar la hegemonía autoritaria. Una inversión de la verdad que hace que una posición dividida disminuya sus posibilidades de volver a derrotarlo.
La solución que propone la visión extremista es matar al enfermo para acabar con la enfermedad. No importa que la gente sufra por meses o años aplastada por el hambre y la ausencia de libertad, como en Cuba. Y eso comienza por negarse a estar presentes en espacios institucionales hoy colonizados por la hegemonía autoritaria que tendrá larga vida si las fuerzas democráticas dejan de levantar resistencias. La abstención es una de las líneas de muerte para la oposición.
La palanca que traba toda la estrategia de un modo absoluto es un llamado moral a no votar sin ofrecer otra modalidad para confrontar las políticas del régimen. Una convocatoria a la pasividad y a la entrega de responsabilidades públicas cuyo ejercicio nos debería servir para mostrar otro modo de gobernar, incluso bajo cerco presupuestario y bloqueo a sus competencias. Las universidades ejemplifican la complejidad de este tipo de relaciones con un poder que no las quiere como centros de saber y debates. ¿Nos movemos en zigzag o las entregamos al régimen?
Estamos frente a un contrasentido en el que los que propugnan el autoritarismo llaman a votar y los que deben defender a la democracia piden que no se vote. Un síntoma de la carencia de una estrategia que permite que el inmediatismo arme una trampa según la cual como el voto sería desconocido daría los mismo votar.
La abstención no es inocencia. Quien difunde esta desesperanza desea que lleguemos a la conclusión que no hay salida distinta a la rendición interna y esperar o estimular la intervención de factores extranjeros.
Duele, pero es lo que vemos. La abstención es el final de la estrategia de cambio que obtuvo victorias no sólo electorales gracias a distintos equipos dirigentes que comprendieron que para que haya democracia hay que contar con ciudadanos que ejerzan el voto en lucha contra las restricciones que derivan exactamente de que no estamos en democracia.
El voto no es toda la democracia, pero donde no hay voto directo y universal no hay democracia. El oficialismo quiere instaurar el Estado comunal contra el cual hay que votar ahora y todas las veces que sea necesario.
La población tiene derecho a reaccionar con indignación y rechazo a lo que se materializó el 28 de julio. Pero también el deber de impedir avances hacia una reforma constitucional para liquidar el Estado de Derecho. La forma de expresar la rabia no debe tener como blanco anular el voto y abandonar la vía electoral que es el territorio donde tenemos más ventajas y el poder es más débil.
Dejar de votar no es protestar. Es parar y abandonar el derecho al voto: hacer exactamente lo que el poder dominante quiere que hagamos.
A nombre de qué hay que renunciar a victorias regionales cuyo probable desconocimiento desde el CNE abriría riesgos para la estabilidad de una gobernabilidad en más de 20 puntos de fricción. Por qué hay que entregar Gobernaciones, legisladores y diputados en espera de una rebelión o cualquier otra indeseable aventura extremista que quiere lograr el cambio oponiendo violencia a la imposición policial del centralismo autoritario.
Esa no es una solución democrática, es una muestra del agotamiento de un liderazgo que desde proyectos opuestos que ya no atinan en qué hacer. En términos de abrir oportunidades de cambio la eficacia está en aumentar pacíficamente los puntos de fricción entre democracia y autoritarismo. La vía sigue siendo persistir en lo que Carlos Tablante denominó la rebelión de los votos, ahora en cada Estado, con alianzas muy amplias, ofertas creíbles de convivencia y un vuelvan caras hacia la gente que quiere razones y motivos suficientes para no parar.