Por si faltaba algo, llegó el apagón. Se fue la luz en todo el país a causa de un “ataque, orquestado por la oposición, que forma parte de un plan golpista”, dice el lamentable ministro de Propaganda del régimen. Otros especulan que fue el mismo régimen el que apagó la luz para sembrar caos y atemorizar a la gente. La explicación más probable, porque ha pasado muchas veces en todos los servicios públicos -desde el suministro de agua hasta la salud y la producción y refinación de hidrocarburos- es que se fue la luz porque la incapacidad del gobierno de facto que manda en Venezuela es manifiesta, pública y notoria. Cortarle la electricidad a todo un país no es un asunto de bajar un suiche y ya; es una operación compleja que requiere de gente que sepa hacerlo y que no destruya el sistema en el proceso. En cambio, perder el suministro por falta de mantenimiento, desidia, corrupción e ignorancia es algo que pasa todos los días en esta ribera del Arauca.
Lo primero que debería desprenderse del apagón, si uno lo piensa con un poco de calma, es que representa una evidencia más de porqué el chavismo perdió las elecciones del 28J de una forma tan estridente y notoria. En Venezuela, la gran mayoría de la gente tiene más de dos décadas padeciendo escasez, de todo: alimentos, medicinas, servicios médicos, agua, combustible y luz, por solo mencionar algunos de los más esenciales. Y los que mandan tienen las mismas dos décadas echándole la culpa a la oposición, al Imperio, a las sanciones o a las iguanas de sus propias carencias. Mientras, la calidad de vida en todo el país se deteriora, el PIB se reduce en un 80% y la cuarta parte de los habitantes emigra para sobrevivir. Si ponemos esas condiciones encima de un entorno privado de libertades, inseguro y sin ley ¿A quién se le puede ocurrir que un gobierno tan malo puede ganar unas elecciones medianamente y competitivas? ¿De dónde van a salir los votos para premiar una gestión oficial que se ha ensañado contra las condiciones de vida de la población, a la vez que los mandamases se han enriquecido groseramente en el camino?
Las señales de descontento no son nuevas. Ya en 2015 la oposición le ganó al chavismo por más de 2 millones de votos y conquistó la mayoría calificada en la Asamblea Nacional, aunque no llegó a hacer uso de esa mayoría por razones harto conocidas. A partir de las elecciones de 2017 (ANC y gobernadores), y a medida que el soberano destapaba su rechazo, las trampas electorales se hicieron cada vez más evidentes, como sucedió cuando el oficialismo ganó el voto global de las elecciones de gobernadores 2017 por 900 mil votos, en medio de la crisis económica y en contradicción con las encuestas independientes que le daban una desventaja de 30 puntos al gobierno. Y todos los comicios que vinieron después (presidenciales de 2018, legislativas de 2020 y gobernadores de 2021) se dieron entre cambios de CNE, trucos de selección de candidatos, inhabilitaciones y secuestros de partidos políticos.
Sin embargo, nunca la evidencia de fraude había sido tan sólida como en estas presidenciales de 2024, y nunca el régimen se había preparado y dispuesto a darle una patada a la mesa del tamaño de la que dio el 29 de julio en la madrugada, a la hora favorita del chavismo para comunicar sus mensajes de más impacto. Ha sido una trampa tan abierta como las de Ortega en Nicaragua, o como las “elecciones” que cada tanto se organizan en Cuba, con ganadores escogidos de antemano. O como aquel referéndum de Pérez Jiménez en 1957, poco tiempo antes de su salida del poder. El mapa de ruta de la cúpula oficial quedó claro: seguir el camino del gorilismo latinoamericano del siglo pasado, sin más disimulos, para lo cual parecen tener el necesario beneplácito de las fuerzas armadas, aunque con los verdes nunca se sabe. De este lado de la cancha, la posición tiene que ser la misma, a pesar de la represión: el chavismo no tiene ni sabe cómo manejar el país, perdió las elecciones por paliza, es un gobierno de facto y debe irse en el corto plazo. No hay de otra.