Desde que la universidad, valiéndose de su capacidad para actuar como acuciosa recipiendaria del saber, se ha permitido formar profesionales dirigidos a compenetrarse con las exigencias requeridas por ámbitos técnicos, científicos, culturales, sociales, humanísticos y artísticos, comenzó a proveerse de cierto poder político para promover sus potencialidades. Desde entonces, la universidad no tuvo temor alguno para consolidar su significación como estamento intelectual capaz de afianzar procesos de desarrollo económico y social trazados, bajo la competencia de egresados de sus aulas.
Su tránsito entre los tantos factores y actores que movilizan las realidades, siempre ha estado tachonado de innumerables vicisitudes. De hecho, no cabe duda de que la mística y la creatividad han sido consecuentes con el dinamismo universitario. Sobre todo, el empeño de crecimiento institucional, no ha faltado a su paso por el tiempo.
Intenciones desarmadas
No todo se ha coloreado de optimismo. Hay causales que han provocado serias crisis a su interioridad. Quizás, entre las mismas, podrían contarse las dificultades que han ensayado la ciencia y la tecnología. Especialmente, las relacionadas con la planificación y gerencia de sus espacios de investigación, extensión y docencia. Sin embargo, en el fragor de dichas inconveniencias, caben otras que tocan el modelo de institución por el cual se rige la funcionalidad institucional universitaria.
La estructura de la universidad nacional, específicamente la universidad autónoma, así estimada por mandato jurídico-lega de la Ley de Universidades de septiembre, 1970, está quedando rezagada ante las nuevas formas de producir, promover y distribuir conocimientos.
Un tanto, porque la burocracia universitaria ha estado y continúa apegada a obtusas estructuras y criterios rígidos que deforman la movilidad académica de los requerimientos que, según la Ley de Universidades, plantean los ámbitos institucionales dedicados a la investigación y docencia, especialmente. También, a la extensión y gerencia universitaria.
El problema se agiganta a medida que las circunstancias y exigencias que resultan de las nuevas realidades, comienzan a especular en torno a consideraciones que suponen de posible arraigo a la institución en términos de sus cambios.
Posibles grietas operativas
El arribo a procesos eleccionarios suspendidos por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) por razones meramente políticas, desde hace 16 años, ha incitado un frenesí de insignias, lemas y discursos que chocan no sólo con la historia de las universidades que declaran necesidades de renovación de autoridades por la vía comicial. Igualmente, tropiezan con la concepción de la universidad autónoma, crítica y popular como lo encausa la normativa institucional.
Aunque se han detectado anuncios que no se alinean con las realidades que configuran las universidades nacionales, se han observado eslogan de campaña político-electoral, que asoman contrariedades. Que a su vez colisionan con el sentido natural de las frases empleadas. Por ejm.: “la universidad del futuro”. Lo cual es el objeto de análisis de estas líneas.
Caso: “la Universidad del futuro”
Revisada su estructura discursiva con herramientas de la epistemología, la sintaxis y la filosofía de gestión, se ha dado con la contradicción objeto de la controversia que dicha frase comprende. La misma no resiste el blindaje publicitario y proselitista presumido al formularse y construirse. Sin embargo, la brevedad de este espacio periodístico, permite remitirse a consideraciones que se palpan en el ámbito académico.
No es que la frase objetada, no llame la atención de quienes pueden sentirse seducidos por el encanto semántico de la misma. Aun cuando su intención podría esconder cuanta promesa esté a su alcance. No obstante, en el fondo, su presunción luce enredada con tantos cuestionamientos como invita su sugerente narrativa.
La ambigüedad y contradicción que dicha frase encierra, abren un debate que poco o nada dilucidaría. Se trata del concepto de “futuro”, palabra profundamente manida. Aunque su acepción, según el Diccionario de la RAE, implica algo “que está por venir”. Y ¿si está por venir?, entonces, ¿qué razón puede tenerse para asegurar “algo que está por venir”? ¿O que podría ocurrir en un tiempo que aún no ha llegado? Cuando ni siquiera es posible saber sobre qué ha de versar ese “algo” o que no ha sucedido.
Cuando lo que puede venir, sin duda, está sujeto a la incertidumbre que envuelve al tiempo por venir. Y que además es impredecible en el contexto de la, ambigüedad o indeterminación que circunda lo inesperado, imprevisto o impensado que podría ocurrir un tiempo luego.
La intrigante incertidumbre
La incertidumbre envuelve todo lo que alude al futuro. Más, porque el futuro es terreno de información imperfecta o desconocida. El futuro es una de las barreras fundamentales que impiden el manejo expedito del conocimiento humano. Justamente, ante tan categórico principio, no es posible conocer con precisión respuestas a problemas actuales por cuanto no se tiene control o conocimiento exacto de eventos que configurarán fuentes de información.
Y desconocer esas situaciones, causa inseguridad, ansiedad, angustia y temor. Por consiguiente, nada resultaría exacto en términos del manejo conceptual y práctico de razones que fundamentan problemas que acontecen en tiempo presente.
Es absurdo supeditar el andamiaje de un modelo de organización universitaria, al desconocimiento que acarrea el futuro. Sobre todo, al dar cuenta que una institución universitaria no cuenta con la certeza que asegura disfrutar un futuro condicionado. Es decir, un futuro incierto y problemático. A menos que sucediera bajo condiciones determinadas, lo cual es irrazonable admitir dado que el riesgo de aventurarse a surcar el correspondiente camino, sólo aseguraría serios e inminentes peligros.
El criterio educacional
La filosofía habla de pensar y aprender sobre la vida humana. Según este criterio, la universidad debe estar en disposición de aceptar que no lo sabe todo. Y tan valioso criterio pedagógico, es perfecta razón para cuestionar generalizaciones y presunciones maniqueas. Como postura académica, dicha razón, puede verse como propuesta de actitud universitaria capaz de consustanciar valores de identidad, observancia y afinidad de los miembros de la comunidad universitaria, en cuanto a los compromisos que emanan de los intereses y necesidades que atañen a la Universidad.
La educación comprendida como fundamento para el desarrollo integral del ser humano, tiene un impacto social capital en la transformación de los pueblos. Y esa relación, “desarrollo-transformación” no tendría el sentido asignado por el ejercicio del desarrollo, de actuar según lo que presume el eslogan publicitario y proselitista: “la universidad del futuro”. Particularmente, por vivir una universidad futurible, o sea, subordinada al electoralismo propio de un momento político.
Contradicciones a granel
Acá, se desata el problema de la “futurición” o condición que apuesta a decisiones orientadas a supuestos sin algún valor probatorio (la universidad futuriza). Es como actuar a ciegas. Sin considerar que la incertidumbre afecta la calidad calculada o esperada de la investigación. Lo mismo le sucedería a la extensión, la gerencia y a la docencia universitaria. Más aún, al descartar lo que representa la contribución universitaria en los procesos de transformación y evolución de la conciencia humana.
En otras palabras, es contrariar la misión que pauta el artículo segundo de la Ley de Universidades, al referir que “(…) a ellas corresponde colaborar en la orientación del país mediante su contribución doctrinaria en el esclarecimiento de los problemas nacionales”. Y actuar al margen de la misión apuntada por ley, animaría una narrativa deforme del concepto de Universidad. Sería desfigurar su concepción, propósitos y rutas que constituyen su alcance.
La universidad como institución de alto calado, recrea y reproduce en la sociedad valores y bienes culturales. Propios de un proceso de lucha de intereses que se expresan y concretan en fortalecer el estamento académico universitario, sin lo cual será imposible dar con las verdades que cimientan el conocimiento. Y por tanto, la universidad.
A modo de conclusión
No es rasgando el futuro o lo que se cree que puede suceder en un futuro, indistintamente de lo cercano o lejano que pueda estar. En medio de dicha presunción, sólo existen dudas, inseguridades y miedo que buscan ocultarse entre promesas anunciadas por los efectos del electoralismo político toda vez que ilusiona actitudes de cuantos universitarios sea posible.
El empleo de frases estrambóticas, potenciadas por alusiones que afiancen un vocabulario atractivo, no es el camino para superar las complicaciones que ensanchan los esfuerzos que hace la universidad. Ello, oscurece el ámbito institucional lo que permite que los distintos actores político-universitarios terminen por enredar aún más, lo que pareciera indicar el eslogan de “la universidad del futuro” el cual, dado sus vacíos epistémicos, afloran más contradicciones de las que induce su narrativa.
Ello puede incitar la formulación de políticas no sólo ineficaces. Además, incapaces de lograr resultados que bien podrían desalentar y desequilibrar actividades dirigidas a crear, asimilar y difundir el saber inducido a través de la docencia e investigación.
Aparte de dificultades y ahogos que podrían actuar como excusas para ordenar recortes presupuestarios. Así como desregularizar programas académicos, actividades de formación profesional y necesidades de desarrollo institucional que al final, se anotarían a constreñir la calidad y equidad de la enseñanza universitaria.
Ello significaría también, el problema de apostar ganar escaños de dirección política-universitaria, basados en retóricas ambigüas y contradictorias, resumidas en frases que refieren presunciones como el de la universidad del futuro. ¿De cuál futuro? Por eso, esta disertación traza con sumas dudas la efectividad de la turbia frase asumida como eslogan político: ¿la universidad del futuro?.
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Del mismo autor: La escuela y la antiescuela