Confesos pero no convictos

Recientemente, el diario El País de España desempolvó un caso periodístico que, por su misma naturaleza, había sido archivado. Se trata de la denuncia que hiciera una expareja de uno de sus columnistas por ser agresor físico y psicológico de mujeres. El agresor lo había reconocido, sin vergüenza alguna, pero todo había seguido igual, como si nada hubiese hecho o dicho.

El agresor confeso es un prestigioso escritor venezolano, autoexiliado en Colombia, y colaborador del importante diario español y de prestigiosas revistas latinoamericanas. Lo relevante del caso no es la persona, el agresor, sino el silencio, la complicidad con la que se le ha recubierto laboral y socialmente, a pesar de su confesión.

Confesos, pero protegidos

La epidemia de la violencia machista contra sus parejas es uno de los más serios problemas sociales que atraviesa el mundo. No hay país que se salve de esa lacra. Es incontable el número de mujeres que en la cotidianidad del hogar, en el ámbito laboral, en cualquier plano social, son agredidas psicológica o físicamente por un hombre y no pasa nada con el agresor. 

La violencia machista aparece en las noticias cuando la sangre ha corrido, ellas agonizan o han perdido la vida. Ya es muy tarde. La otra violencia, la cotidiana contra ellas, a veces envuelta en sutilezas y hasta en “cariños”, poco se ve, de ella poco se dice, aunque hiera emocionalmente a la agredida y a su entorno. 

El machista siente que sus prebendas como hombre, como ser social ungido por la naturaleza y la sociedad para ejercer el poder, incluye, su derecho a ser violento e inclusive, a ser respetado por ello.  Mientras más macho, más hombre, más respetable, dice una lógica perversa en muchas culturas, en muchos grupos, en muchos individuos. Inclusive, en mujeres.

El que un hombre del común se (re)conozca como agresor de mujeres puede ser visto hasta “normal” por la sociedad.  Bruto e ignorante, como es, la sociedad lo pudiera justificar pero cuando se trata de una figura pública, con poder, no solo por macho sino porque tiene dinero, fama, familia pudiente, influencia mediática y/o en las redes, la cosa se enreda para el pensamiento colectivo. Un sector social intenta ignorarlo, comprenderlo, disculparlo con tal de darle coherencia a la imagen del maltratador.

Hay que denunciar

La principal recomendación de los organismos especializados en violencia contra la mujer es que, ante cualquier atisbo de violencia o agresión por parte de ellos, hay que denunciar. 

Denunciar al agresor no es solo hacérselo saber a familiares, a gente amiga, publicarlo en las redes, en los medios. Hacer saber el problema a los demás quizás logre frenar al agresor, pero no elimina sus instintos criminales. La denuncia, la necesaria, tiene que ser ante la policía y autoridades correspondientes – que también pueden ser incompetentes- pero son la instancia oficial para que una denuncia sea válida legalmente y se pueda proceder.

La mayor dificultad para la denuncia de un agresor por parte de las mujeres es, por un lado, el lógico temor de que decirlo pudiera producir vergüenza, problemas familiares, inclusive, traer más violencia hacia ellas; y por el otro, la desconfianza de la mujer agredida hacia las autoridades. Hay razones para pensar que su denuncia no prosperará o será efectiva. Aún así, hay que denunciar

Afortunadamente, la desconfianza hacia las autoridades cada vez es menor.  Claro,  dependiendo de cada lugar, de la existencia de organismos y leyes que amparen a las mujeres. Aún ante organismos ineficientes y corruptos, en el mundo actual hay más recursos que amparen a la mujer agredida que hace unos años. La lucha de las mismas mujeres, lo ha logrado. 

Hay que denunciar al agresor, hacerlo ante las autoridades competentes, por todos los medios posibles. Lo peor y más peligroso es callar, amparar al agresor; pero también que se diga y no se haga nada. El reino de la impunidad machista.

La sociedad del silencio

Ante la violencia contra las mujeres,  las culturas que la naturalizan, que creen que eso es “normal”, se hacen la vista gorda o se tapan los oídos. Ante el agresor, aun cuando sea confeso, se activan  poderosos mecanismos de solidaridad machista, inclusive de algunas mujeres, y el dolor, la rabia, la impotencia de la mujer agredida se profundiza.

Hace años, en Caracas, conocí el caso de una joven, golpeada y encerrada por su pareja, hijo de un dirigente político, aspirante consuetudinario a la presidencia de la República y de su “respetable” esposa. Una familia de “bien”, digamos. Uno de los cuerpos policiales más  prestigiosos de la ciudad rescató a la joven, la trasladó a una clínica privada y días después, cuando la familia de ella intentó introducir una demanda privada contra el agresor, no existía ni  acta policial del delito en flagrancia, ni historia clínica. La familia del agresor hizo uso de su poder. No es caso único, ni exclusivo de Venezuela.

La solidaridad automática de unos hombres machistas, inclusive de algunas mujeres, con el agresor, nos dice que la desvergüenza campea y que el machismo, como uno de los peores males de nuestra sociedad, está enraizado hasta en gente que se asume y se tiene por una “mente brillante”.

Ante la impunidad del agresor, quedan ellas, las que sobreviven a sus heridas con dolor, rabia e impotencia, pero también con la convicción de que su lucha y sus denuncias tienen sentido. El mundo de hoy, a pesar del predominio de la barbarie machista, es más justo con las mujeres. Sus luchas han hecho para que sea así. Aún hay mucha impunidad machista, pero cada vez, menos.

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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

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