A Martín Caparrós, (Buenos Aires, 1957)  le dijeron que se va a morir. Sufre de Esclerosis Lateral Amiotrófica, una enfermedad “ despiadada y piadosa”. El escritor y periodista lo suelta de un solo carajazo en su libro de memorias Antes que nada (Random House, 2024). La dedicatoria de esta obra es una contradicción:  «A quienes me quisieron, para que aprendan a olvidarme», sentencia, inútilmente.  

No más salió del armario, junto a su pareja Marta Nebot, este hombre, que acató  el mandato maternal de ser inteligente,  ha recibido toneladas de cariño. La casa de ellos, en las afueras de Madrid,  se ha convertido no solo en el  cuartel general donde el autor ha estado escribiendo más que nunca, sino en su sitio de encuentros con amigos, familiares, pupilos y quienes, como es mi caso, llegamos  a su obra y a su complejidad, hace apenas una década.

Me dijeron que me voy a morir. Es tonto: no debería necesitar que me lo digan. Pero una cosa es saber que te vas a morir alguna vez- empeñarte en olvidar que te vas a morir alguna vez- y otra muy otra, que te digan que hay un plazo y ni siquiera es largo”. 

Así inicia.

De allí en adelante va y viene. En 655 páginas cuenta su vida antes y durante la ELA. Confiesa aspectos de su educación sentimental- como las  exploraciones sexuales con otros hombres- y las mujeres que lo marcaron.  En una de esas también revela que su abuelo paterno huyó del franquismo y recaló en Venezuela, donde fue preso,  apenas puso pie en “la tierra de gracia”.

En su casa, todo está adaptado para que se maneje en la silla de ruedas. Sus piernas “han decidido invertir su rol histórico: ya no me llevan, tengo que llevarlas”. (pág.77)

Mientras intento comportarme frente al consagrado cronista, hago café del que le llevó días atrás el periodista Joseph Zárate.

Martha, la madre, de 92 años, estuvo de visita y gracias a ella hay azúcar. “Ya no la usamos, pero ella nos dijo ¿ esta casa es tan delirante que no tiene azúcar?».

Frente a la mesa del comedor, en la amplia cocina, hay un ventanal de más de dos metros de ancho. Por allí se cuela un mar de verdes, en un valle lleno de pinos y encinas. Es una tarde inusualmente lluviosa. La muerte de un eucalipto centenario- que hubo que talar por orden del ayuntamiento- nos ha dado esta vista, comenta. 

Me interroga sobre un proyecto en el que me ha acompañado desde que hice su taller de libros en Oaxaca, México. Tenemos “small talks” sobre una imagen del Santo Niño de Praga que guarda en una de sus estanterías, sobre los árboles, los sembradíos de café. 

Hoy están por acá su hijo Juan, que lo  visita desde Buenos Aires; el primo Santiago Amigorena,  Marta y su hijo Martín. También está Tita, la gata de motas y rayas de “leopardo” que pide le abran la ventana para salir a dar una vuelta. 

El escritor Jorge Carrión ha dicho que Antes que nada es el libro Sherezade de Martin. La protagonista  de Las Mil y unas noches contaba historias para mantenerse con vida. Da la impresión de que Caparrós relata la suya para no ser olvidado. Tal vez, para que al  leerlo, otros más aprendan a quererle. 

Hablamos de la vida, de su obra, de los valores, de la izquierda y sus desafíos, del periodismo y de la ternura.   

El origen

Compré el último ejemplar que quedaba de Antes que nada en una librería de un barrio en el centro de Madrid. Se agotó a días de salir a la venta.  En sus primeras páginas, Caparrós escribe sobre la enfermedad, y además se pregunta por qué nació en Buenos Aires y no en otras partes del mundo. Unos párrafos más adelante cuela que su abuelo paterno, Antonio, llegó a la costa de Güiria, en el estado Sucre,  Venezuela, huyendo del franquismo.   

Fue uno de los 120 mil españoles que navegó el Atlántico en los años de la posguerra,  ante el establecimiento de la dictadura. 

Era médico, pero había dejado de ejercer en España. Escuchó que había un país en Suramérica que trataba bien a los exiliados españoles. Se fue a las islas Canarias. Partió con un pescador que estaba sacando a su hijo. Cuando pisó “la tierra de gracia”- por donde Colón entró al continente americano, en su tercer viaje-  lo pusieron preso. Entre su partida, su tránsito por el océano y el arribo a la costa ya  no estaba Rómulo Gallegos en la presidencia. Lo había derrocado una junta militar, que luego derivaría en la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez.  Eran finales de un noviembre que marcó la historia venezolana, en 1948.  “ Y ya no eran tan amables con los exiliados”.

Antonio terminó siendo el médico de su lugar de retención, pero en unos meses  se fue a Argentina. 

La penúltima vez que Martin estuvo en Caracas fue a finales de 2018. Lo hizo para presentar un libro y como parte del  proyecto Crónicas Sudacas. En medio de un país polarizado, en los años de escasez y del hambre se enfocó  en las vidas de Usleidi, Doña Paca y Alber.  Así publicó Caracas, ciudad herida, la primera entrega de esa serie.  La  sensibilidad con la que nos contó  me conmovió.  El último capítulo fue Miami, la ciudad capital, la dureza con la que la narró despertó algunas sensibilidades de los hijos por decisión propia de esa urbe estadounidense que congrega a todas las nacionalidades del continente. En los años 90, en el imaginario, Miami era la segunda ciudad de Venezuela. 

Conoció Venezuela en 1978, en vacaciones familiares. Vivía  en París. “ El marido de mi madre tenía un hermano que estaba exiliado en Venezuela como tantos argentinos en esa época, así que estuvimos parando en casa de ellos”. De aquella época recuerda Chichiriviche,  Margarita y a un país que derrochaba riqueza. “ La pasamos bárbaro”.  

En otras ocasiones regresó como periodista.  Una vez lo hizo con un canal de televisión para hacer un reportaje sobre Hugo Chávez, a quien siguió hasta Güiria y en otras zonas de los estados Sucre y Bolívar.  

En su último viaje a Caracas ya el dinero había dejado de circular, no aceptaban dólares y los amigos, al partir a casa, luego de una salida nocturna, se despedían con un ruego: 

 “Avísame que llegas” (sano y salvo). 

Aquella vez, la periodista Valentina Oropeza le prestó  una tarjeta de débito. “Yo pagaba con eso y a nadie le llamaba la atención que el nombre fuese de mujer”. 

Si jugamos al “What If”, el argentino hubiese sido venezolano. Lo intentamos, pero rápidamente desechamos la idea. Antonio hijo no habría conocido a Martha, la madre que tomaba un suplemento con fósforo durante su embarazo, para que el muchacho, Martin,  saliera inteligente. 

El libro 

Tita, la gata, observa hacia dentro de la casa del escritor argentino una tarde nublada de octubre

─En este libro combinas la prosa con poemas, además los párrafos cortos, contundentes, con otros más largos. ¿Cómo decidiste esta estructura? 

─Lo primero que se me ocurrió en realidad fue algo que me sorprendió mucho. Que era esto escribir memorias. Yo jamás hubiera querido escribir mis memorias, básicamente porque me parece presuntuoso suponer que alguien puede querer leer tu vida. ¿A  quién le importa?

Finalmente, nunca había pensado hacerlo. Pero, bueno. Cuando me dieron este diagnóstico.  No sabes cuántos años te quedan, pero son unos pocos. Curiosamente, se me ocurrió que tenía que revisar lo que había hecho. Digamos volver a recorrer. Entonces, primero no sabía. Además no pensaba que lo fuera publicar. Era un ejercicio. Empecé  a contarlo desde el principio. Yo pensé en hacer un desarrollo muy cronológico, muy muy normal. Después surgió un problema. Fue que de vez en cuando,  con cierta frecuencia, me ocurría mientras estaba escribiendo estas cosas sobre mi enfermedad y mi situación y las iba apuntando. Había algo que tendría que estar de alguna manera. Porque esta es la razón por la cual estoy contando esto y, porque, además esto me permite un diálogo conmigo mismo que de otra forma era difícil de tener.

Por eso se me ocurrió la idea de intercalar cada largo capítulo de memorias con un breve capítulo sobre la enfermedad tratando de que cada uno de ellos tuviera como un poco un tema. Algo distinto de los demás. 

Esa es la estructura básica y después se me apareció una cosa que es casi un adorno.

─ ¿Qué fue? 

─La muerte está muy presente. Es un poco la causa del  libro. Se me ocurrió contar las veces que podía haber muerto.  Desde un accidente de coche, en  algún momento que tenía una pistola en la mano en los años 70 en Argentina hasta el día en que en la costa del Caribe entraron unos paramilitares a un hotelito donde estábamos y dije: nos mataron. 

Quise escribirlo de una manera diferenciada. Se me ocurrió esta idea de hacer una especie de medio poemas con esas situaciones. Curiosamente, fueron bastante periódicas. Esa es una parte que me gusta del libro.

En general, está como desequilibrado porque hay mucho más relato sobre mi infancia y adolescencia, que sobre lo que pasó después, pero creo que tiene cierto sentido porque finalmente uno se construye en ese lapso ¿ No? En la infancia y en la adolescencia.

La enfermedad 

Me causa gracia que cuentas lo importante que era la  “predestinación a ser inteligente» ( desde los suplementos vitamínicos que tomaba tu mamá).  En los espacios intelectuales se suele privilegiar la inteligencia por encima del sentimiento. ¿Ha cambiado tu autopercepción sobre que eres una persona inteligente, pero ahora eres una persona que da espacio a esa parte del sentimiento?  ¿Te dejas ayudar? 

─Hay varias cosas,  porque es cierto que por un lado, siempre traté de ser muy autónomo. Y ahora ya no lo puedo ser  y eso es curioso. Es un cambio muy fuerte. Saber que hay tantas cosas que uno podía hacer y que ya no puede, y que por lo tanto necesitas que alguien te ayude para hacerlo. Pero yo no quiero caer en la trampa o la facilidad de pensar que quiero más a alguien porque me ayuda a levantarme de la cama. Me parecería una bajeza en un punto. Pero sí puede ser que esté ahora más sentimental. Hace unos días finalmente contamos, tanto Marta como yo,  de qué se trataba esto y la verdad que desde entonces he recibido muchas muestras de  cariño y de apoyo. 

En realidad, siempre fui bastante sentimental, solo que lo disimulaba muy bien. Supongo que ahora, entre mis nuevas incapacidades, está no disimular mis sentimientos.

Cuando ustedes dos salen del closet o del armario, tanto tú con el libro y Marta con un artículo, también cuentan que aunque no se casaron formalizaron su unión. ¿Cómo fue esa decisión?

─Dándole muy poca trascendencia porque lo de las parejas de hecho tiene como distintos valores, incluso en las distintas comunidades españolas, pero en Madrid, que fue donde lo hicimos, significa simplemente que hay una declaración de ambas partes de que nos hemos elegido para estar juntos. 

No supone nada de todas estas cosas de los matrimonios, de cuestiones económicas o legales. Sí supone que, por ejemplo, que si estoy internado y Marta quiere estar allí no se lo pueden impedir.  Eso habría podido ocurrir  si no tenemos ningún vínculo explícito.  Lo  hicimos  de una manera totalmente discreta. Nos dieron una hora, en  la mañana,  en una oficina. Todos fueron muy amables. Después salimos sin ningún plan.  Pero, estábamos muy cerca de un viejo hotel muy clásico madrileño. Me acordé de que mis abuelos Caparrós se habían casado allí en el año 26 y le dije: Bueno,  por lo menos vamos a desayunar al Ritz. 

Sus muertes

Entre las historias en forma de poemas que cuenta Caparrós sobre las veces que estuvo en peligro de morir hay una en la que el verbo lo ayudó a evitar ese desenlace.  Lo relata en 1984. (pag. 297). 

“Penetraron de pronto

y a los gritos: todos

quietos carajo, que nadie se mueva”

Se trató de una incursión en la emisora de radio, era 2 de abril, aniversario de la invasión a Las Malvinas. Junto a Jorge Dorio transmitían un programa nocturno. Aquella noche,  la  conversación era sobre las violaciones de derechos humanos, un “prócer fallido” y  las torturas. 

A las llamadas telefónicas porque estaban criticando a un supuesto héroe con un pasado oscuro, le siguió la incursión de un grupo “de siete u ocho muchachotes” armados que los iban a matar porque le faltaban el respeto al primer mártir de esa guerra- “ que si estuviese vivo sería juzgado por torturador”. 

─El  jefe se sentó en la mesa con nosotros. Y nosotros empezamos a dar conversación. Porque todo esto seguía saliendo por la radio.  Y el tipo se dejó llevar.  Estuvimos hablando con él como 20 minutos y la sensación que teníamos era eso. Mientras siga hablando no nos mata.

─Estuve tan contento de haber llegado a la Policía Federal. Nos llevaron a todos a la comisaría. De hecho ellos lo soltaron antes que a nosotros. 

─Aquella vez pasó hace 40 años y aquí estamos. O sea que en ese momento funcionó. 

Los valores 

─Eres ateo. Algo que ocurre con las religiones es que hay un marco, una serie de limitaciones que a veces funcionan para regular las acciones. ¿Cuál es tu marco de valores? 

─No tuve marcos religiosos, pero si tuve marcos. Mi padre, mi madre, todos sus amigos y demás siempre fueron de la izquierda. Pensaba que tenía que haber mucha más igualdad entre personas y pensaba que valía la pena hacer lo necesario para que eso sucediera, y que no había que explotar gente.  Uno de los tontos orgullos de mi vida es saber que nunca tuve a nadie que trabajara para mí. Es decir,  yo nunca le saqué plusvalía a nadie. Esos son marcos, los míos. Joder lo menos posible a los demás. Básicamente tiene que ver con mi educación. 

─¿Y ahora, cómo ves a la izquierda?

─¡Uffff!  Un desastre. Para empezar estamos en un largo momento de derrota. Hasta los años 70 y 80 creímos que era mucho más simple  crear sociedades mucho más parecidas a las que queríamos. Sin desigualdades.  Donde el  poder y la posibilidad de vivir estuvieran repartidas, equitativamente.Tuvimos que aceptar que nos supimos hacer eso, que los intentos que hubo en ese sentido fracasaron. Y  todavía no hemos inventado como la nueva manera de intentarlo. Esa nueva idea del futuro, que otra vez muchas personas decidan que vale la pena trabajar para construirlo. Es lo que pasó con el  socialismo  del siglo XIX que fracasó en casi todas sus aplicaciones. Creo que se van a encontrar formas de pensar un futuro equitativo y  justo, pero todavía no lo hacemos encontrado. Vivimos en un momento de gran desorientación.

Por un lado, está esa  cosa más europea y  norteamericana de la izquierda defendiendo las identidades minoritarias, que yo creo le dejó el lugar a la derecha para defender la  supuesta identidad mayoritaria, que sería la patria y esas ideas.  Mientras la izquierda  defendía esas pequeñas identidades, separando gente, en vez de unirlas… Es importante defender los derechos de las mujeres, pero las mujeres solo podrán ser libres en un mundo en que no las exploten ni a ellas ni a ellos. Y eso se olvidó en una parte del camino. 

La derecha se puso  nacionalista,  supuestamente defensora de los derechos de  los trabajadores que habían perdido sus espacios y demás.  Y está ganando en muchos lugares, por esa astucia digamos. 

Cuando escribí Ñamérica  hice algunos números y me impresionó mucho ver que en los países que tenían gobiernos que se decían de izquierda no había mejorado más la situación que en países que tenían gobiernos de derecha. En Ecuador ( gestión Correa)  no mejoraron más que en Colombia (Uribe). En Bolivia no mejoraron mucho más que Perú. La primera definición de izquierda es que los pobres vivan mejor. Que dejen de serlos, ¿Si no haces eso, qué es lo que estás haciendo? Hablando tonterías. Además, se armaron  regímenes muy autoritarios, muy personalistas. Se cayó en la tentación del yo. De pensar que si no soy yo ningún otro va a poder hacerlo. Es algo que lamentablemente comparten casi todos los movimientos que se dicen de izquierda en América Latina. Todos ellos se creen irremplazables y esa es una idea contraria a la izquierda. El pueblo no necesita monarcas. Deberían tener más confianza en ese pueblo del que hablan todo el tiempo.

O sea que por muchas razones, yo creo que la izquierda está en un momento muy complicado. Vamos a ver qué cómo se recupera, cómo se reconstruye. 

─En esa misma línea, has sido cuestionador de las nostalgias de un modelo de periodismo que no volverá. ¿Qué nos puede esperar como periodistas y en el periodismo en su relación con la gente? 

─Siempre  vamos a seguir encontrando maneras de contar historias. Esas maneras  siempre van cambiando porque las técnicas van cambiando y las mentalidades van cambiando pero,  las seguimos buscando y la seguimos encontrando. Hace 20 años la hegemonía de los grandes medios era indudable y ahora probablemente buena parte del buen periodismo no se hace en esos periódicos, sino en los sitios, como el de  ustedes, y como el de tantas otras gentes en América Latina. Y aquí mismo.  Son organizaciones chicas que tienen que pelear mucho para poder seguir trabajando. Pero que tiene una libertad que los grandes medios no tienen. Eso ha sido una renovación importante. Y cada vez habrá otra cosa y otra cosa.  No nos vamos a resignar a no saber. El problema es más grave  cuando hablamos de lo que tú decías, de la relación con el público.¿Cómo se hace para que a las personas les interese todo esto? Y eso es algo complicado.  Hay mucha mucha gente a la que no le importa nada.  Y estamos en un sistema que se supone que está basado sobre el hecho de que a todos les importa,  porque todos van y votan y por lo tanto definen con su voto y eso supone que les importa lo que está pasando y que se enteran y que quieren saberlo.

Ahora parece que hay gente que ha renunciado a saber, porque no da la sensación de que  saber te permita influir de ninguna manera sobre lo que sucede.  En ese sentido, no tengo idea de cómo se va resolver eso. 

─Solías recomendar en tus talleres que mientras se encuentra un estilo propio, se escoja a alguien a quien imitar.¿ En este momento a quién sugieres seguir? 

─De los más jóvenes me gustan mucho Zárate y Carlos Manuel Álvarez. Pero,  no sé si pensaría en imitar escrituras. Pensaría más en buscar formas que vayan más allá, que usen todas las técnicas contemporáneas para contar mejor. Si tuviese veinte años  no me pondría a imitar escritores para encontrar un estilo como si hice en mis 20.  Sino que me pondría a buscar más por este lado. Con todos los  nuevos elementos técnicos que tenemos, ¿qué formas distintas de contar podemos encontrar podemos inventar?

─En tu libro, hablas de la esperanza a pesar de los desafíos personales y globales. ¿Podrías profundizar en cómo encuentras esa esperanza en un mundo que a menudo parece caótico e incierto? ¿Qué te motiva a seguir creyendo en un futuro mejor?

─Yo siempre digo que soy optimista a mediano plazo.  Si acaso eso sería lo que podríamos llamar esperanza.  Si algo aprendí- estudió Historia-  es que en el mediano plazo desde hace mucho tiempo, las cosas han ido mejorando, aunque pensemos siempre-  que es otra característica que se repite-  que  este es el peor momento y que el Apocalipsis está a la vuelta de la esquina. Hay una frase de Borges que a mí me gusta mucho repetir, que  es esta: Le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir. O sea todos tenemos siempre la sensación de que nuestros tiempos son los más tremendos. 

Pero, fíjate que hace 70 años la gente vivía 20 o 30 años menos de promedio. Si eso no es progreso, ¿qué es progreso? Las mujeres hace 150 años no podían votar. Hace 300 años, tú podías ser dueña de una persona y decirle que se tirara de una torre y se tenía que lanzar porque era tu esclavo; los reyes podían meterte preso o  quitarte la cabeza.  Hay tantas cosas en las que hemos mejorado, que no me parece lógico pensar que esto haya sido así durante siglos, siglos y siglos y que de pronto pare. Porque si la tendencia en el largo y en el mediano plazo se ha mantenido durante miles de años, lo más probable es que siga manteniéndose. El problema es que los tiempos históricos y los tiempos personales, lamentablemente, son muy distintos. Yo tengo esta esperanza histórica, sabiendo que no voy a ver nada de eso, probablemente ninguno de nosotros. Pero aun así creo que va ser mejor.